Lo antiguo como progreso
El 5 de enero de 1871, un año antes del estreno de Aida (El Cairo, 24 de diciembre), Verdi escribió una carta a Francesco Florimo, bibliotecario del conservatorio de Nápoles, en la que acuñaba el eslogan más veces citado sobre su última etapa creativa: '¡Volved a lo antiguo, será un progreso!'. Como todo lo dogmático, hay que coger con pinzas semejante afirmación. En el mismo escrito el compositor extendía una apresurada receta para la formación de los estudiantes: ejercitarse mucho en el arte de la fuga, analizar las obras de Palestrina y Marcello y 'asistir a pocas representaciones de óperas modernas'.
Menos conocida es otra carta a su editor, Giulio Ricordi, del 26 de diciembre de 1883, en la que Verdi matizaba: 'No desapruebo seguir la moda (...), pero querría que fuera acompañada por un poco de criterio y sentido común (...). Es verdad que he dicho: 'Volvamos a lo antiguo'. Pero entiendo lo antiguo como base, fundamento, solidez (...) a la que, tarde o temprano, habrá que volver. Por ahora dejemos que el torrente se desborde. Los márgenes se construirán después'.
Aida
De Giuseppe Verdi. Intérpretes: I. Kabatu, D. Zajick, G. Grigorian, J. Ponç, R. Scandiuzzi, S. Palatchi. Dirección escénica: J. A. Gutiérrez. Escenografía: J. Mestres Cabanes. Iluminación: A. Faura. Coreografía: R. Oller. Dirección musical: B. de Billy. Orquesta y coro del Liceo. Barcelona, 12 de mayo.
Si los márgenes fueron desbordados en la anterior producción liceísta de Verdi, el Ballo in maschera de Calixto Bieto, ahora las aguas parecen haber vuelto a su cauce con esta restaurada producción de Aida de Josep Mestres Cabanes, fechada nada menos que en 1945. ¿Y bien? Pues bueno, sí: esta vieja producción ha sido un progreso. Un progreso por lo que tiene de 'base, fundamento, solidez' de la trayectoria de un teatro capaz de innovar sin renegar de sus orígenes. Asumir lo mejor de ese pasado y reproponerlo al espectador es una operación que nada tiene que ver con la complacencia ñoña a la que tal vez algunos sientan la tentación de abandonarse.
La escenografía de Mestres Cabanes en papel pintado es una obra maestra de la perspectiva y el trompe l'oeil. Como tal es una obra radicalmente nueva, porque el ojo que la ve es nuevo. No coincido para nada con quien la considera hija del realismo. Es hija del sueño: el sueño de Hollywood, de un cómic de Ted Benoit, de un Egipto tan inalcanzable a las agencias de viajes como el Shanghai de Marsé. Un sueño construido sin apenas presupuesto, con materiales humildes, con pocos recursos escénicos -¡incluso la iluminación está pintada!-, pero con una conmovedora voluntad de salir de la miseria de la cartilla de racionamiento para imaginar la riqueza más suntuosa y disparatada.
Inteligencia crítica
Toda esta operación, decididamente vanguardista, es posible porque los medios con que cuenta son actuales y están manejados con inteligencia crítica. Es verdad que los movimientos de escena son parcos, pero José Antonio Gutiérrez los llena de sentido en los cambios de cuadro a telón alzado, un recurso de impagable fuerza poética y a la vez estrictamente funcional a la dramaturgia: mientras la ilusión de profundidad se desvanece, queda fugazmente al descubierto la parquedad del espacio en que se ha materializado el prodigio. Es como constatar que la edad de la inocencia ha muerto, que Egipto queda, efectivamente, a tres horas de avión, pero que siempre habrá teatro mientras alguien este dispuesto a creer que en aquel país todavía viven y mueren Aida, Radamés, Amneris...
Sin estos factores de modernidad, sumados a una impecable iluminación, esta reposición de Aida no hubiera tenido ningún sentido. Tampoco lo habría alcanzado de no aspirar a la excelencia en lo musical. Un desatino en las fanfarrias del desfile del segundo acto y adiós muy buenas a todo el esfuerzo. Tranquilidad: el metal sonó entonado. Es cierto que la dirección de De Billy careció del brillo que cabía esperar pensando en el anterior Ballo, pero en lo sustancial fue correcta. Francamente, no se entiende el abucheo de que fue objeto, a no ser que los old good times que respiró el espectáculo hicieran necesario humillar a un villano y coronar a un héroe. En cuyo caso este último sería la Amneris de Dolora Zajick, poderosa, valiente, clara. Fue reclamada con ovaciones tras su gran escena del cuarto acto...
¡Ah, la ópera! Hacía mucho que en el Liceo no ocurría algo así, ni saludos de artistas entre los actos, ni aplausos a la producción (al comienzo del segundo acto). Todo ello permitió el preciso calibrado de prestaciones de las viejas noches gloriosas: suficiente para Isabelle Kabatu (Aida), que tuvo algunos problemas de línea; notable para Gegam Grigorian (Radamés), cuya interpretación subía enteros cuando se unía a Zajick; sobresaliente para Roberto Scandiuzzi (Ramfis) y Joan Ponç (Amonasro), ambos cálidos y bien templados. Coros y danzas a plena satisfacción.
Pero sería un error celebrar esta Aida como una vuelta al pasado. Magro favor le haríamos a Mestres Cabanes. Como dijo y matizó luego Verdi, el regreso a lo antiguo sólo tiene sentido si es concebido como progreso.
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