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Tribuna
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La transición democrática en México

La primera etapa de la transición democrática mexicana ha concluido con éxito, señala el autor. La segunda comienza ahora, junto con el debate sobre los contenidos y el rumbo del proceso

Jorge G. Castañeda

Durante los poco más de cinco meses transcurridos desde que Vicente Fox asumió la presidencia de México, hemos comprobado que 'L'état des lieux' no corresponde a la imagen idílica que muchos amigos externos se hacían del ocaso priísta, pero tampoco a la leyenda negra que sus adversarios fraguamos. Una evaluación honesta y equilibrada obliga a reconocer la existencia de un gran potencial humano, de una pujante sociedad civil y de instituciones públicas en proceso de consolidación; pero también de enormes carencias económicas, sociales y políticas. Fue precisamente la gravedad de estas últimas lo que condujo a los ciudadanos mexicanos a pronunciarse por un cambio en el rumbo del país. Para lograr ese cambio debemos asumir con plena conciencia los errores y problemas del pasado, pues sólo así será posible evitarlos y combatirlos en el futuro, dejando atrás los viejos hábitos y las prácticas autoritarias.

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Durante las pasadas décadas ocurrieron en México graves violaciones a los derechos humanos, como la masacre de Tlatelolco en 1968, la represión a los movimientos sociales, principalmente en la década de los sesenta y setenta, y, más recientemente, las masacres de Aguas Blancas y Acteal. No obstante, y reconociendo plenamente la gravedad, el dolor y los desgarramientos que produjeron, dichos casos no dejan de ser aislados y no reflejan una política sistemática de abuso masivo a los derechos humanos como ocurrió en otros países. Por ello se puede afirmar que el legado más pernicioso de los años de autoritarismo priísta no es la represión, sino el problema de la corrupción. Por tanto, y a diferencia de lo sucedido en otros países, el ajuste de cuentas con el pasado en México abarca efectivamente las violaciones a los derechos humanos, pero también y sobre todo la corrupción.

En años recientes han sido numerosos los regímenes autoritarios, dictatoriales e incluso totalitarios que han llegado a su fin no por la acción violenta de una rebelión o una revolución, sino, como en México, mediante un proceso pacífico y ordenado que permite la democratización de las sociedades sometidas a dictaduras o a gobiernos autoritarios. Varios factores han hecho posibles esas transiciones pacíficas, si bien considero que dos han ejercido mayor influencia. Por una parte, el papel de la sociedad civil como instrumento de presión moral y política. Por la otra, la creciente influencia de los medios de comunicación, que exponen las acciones de los gobiernos al escrutinio público, incluso más allá de sus propias fronteras, y a la vez permiten conducir la transición a cielo abierto. Huelga decir que el caso de EL PAÍS es emblemático al respecto.

Sin embargo, si bien la presión ejercida por la sociedad civil o los medios de comunicación es importante, en general, el carácter de los procesos de transición democrática depende de la correlación de fuerzas en cada nación y de que estas fuerzas guarden entre sí una relación propicia para el cambio. Aun en esta circunstancia, una transición pacífica tiene un precio ineludible: el establecimiento de un pacto, ya sea implícito o explícito, por el cual los opresores acuerdan el fin de su dominio, al tiempo que los oprimidos utilizan la oportunidad no sólo para evitar derramamiento de sangre y sufrimiento, sino también para sentar bases más sólidas para la vida democrática por venir.

Ello no exime de hacer un 'corte de caja', paso indispensable para decidir cuál debe ser el camino hacia la justicia y la reconciliación con el pasado. En su ausencia, el nuevo régimen se impone un voto de silencio ante el estado que guardaba el país al recibirlo, y por tanto se inhabilita para explicar, justificar y conducir el cambio, y permite o promueve pasivamente la presunción de complicidad con el pasado.

En esta labor, cada nación debe equilibrar responsabilidades legales y morales con una evaluación práctica de las condiciones políticas reales dentro de su sociedad. He aquí el dilema entre la justicia respecto a hechos del pasado y la estabilidad en el presente. La forma en que un gobierno trata a aquellos que cometieron violaciones graves de los derechos humanos o que incurrieron en actos de corrupción durante gestiones previas inevitablemente se ve influida por la correlación de fuerzas entre el antiguo y el nuevo régimen. Las nuevas democracias con frecuencia no pueden llevar a proceso, tanto por razones prácticas como políticas, sino a un número muy reducido de quienes cometieron abusos de un tipo o de otro.

El origen de tal impedimento es evidente. Todo gobierno autoritario posee una base social. Hay individuos más responsables, o más culpables, que otros, y también hay sectores enteros de la sociedad sin cuyo apoyo dicho gobierno no hubiera podido mantenerse en el poder. Esos individuos y esos sectores tienen sus propias justificaciones de los procesos en los cuales se vieron implicados. La posibilidad de evitar un conflicto cruento entre defensores del antiguo régimen y sus acusadores y, consecuentemente, de evitar el descarrilamiento del proceso de transición democrática exige promover lo que hemos llamado un pacto fundacional entre los grupos antagónicos.

Este proceso puede adoptar diversas formas. Para algunos, es indispensable el establecimiento de una comisión dedicada específicamente a investigar los abusos del pasado con el fin de llevar a la justicia a los responsables. Para los defensores de esta estrategia, sin alguna forma de justicia o retribución, las víctimas del régimen anterior conservarán para siempre el sentimiento sincero e incluso auténtico de que han sido víctimas de una profunda injusticia. De igual modo, el resto de la población que se oponía, aunque fuera pasivamente, al antiguo régimen puede interpretar esta 'clemencia' como una falta de diferenciación con dicho régimen, lo que puede disminuir su sentimiento de adhesión al nuevo gobierno. Ante la ausencia de toda sanción contra quienes abusaron en el pasado de los derechos de los ciudadanos o que incurrieron en graves actos de corrupción, la sociedad se priva de un elemento de disuasión considerable. Esto es particularmente cierto cuando se trata de crímenes graves, incluso sistemáticos, que para la mayoría de los seres humanos exigen una sanción proporcional al horror que pueden inspirar.

Y, sin embargo, a pesar de la acumulación de sufrimiento que da todo su peso a esta exigencia, hay quienes sostienen, con razones fundadas en la voluntad de evitar más injusticia y más sufrimiento, que es más conveniente no perturbar la estabilidad ni poner en riesgo el proceso de transición y proponen el establecimiento de lo que hemos llamado un pacto como eje del proceso nacional de reconciliación. Éste permite una transición pacífica a la democracia, integrando a quienes apoyaban al antiguo régimen al nuevo en condiciones de seguridad y certeza. Al cerrar formalmente la herida abierta por los agravios cometidos en el pasado, los pactos cierran también el ciclo, potencialmente interminable, de venganzas personales.

Evitan la formación de un aparato policiaco-político destinado a aprehender a los culpables y, por tanto, evitan los errores en que este aparato suele incurrir. Impiden que la nueva autoridad política se atribuya de manera arbitraria la facultad de imponer sanciones penales al pasado. Por último, los pactos hacen posible resistir la tentación de descuidar las importantes responsabilidades del presente y del futuro al dedicarse a una reparación del pasado que, en la mayoría de los casos, no pude ser sino simbólica.

En algunos casos, los actores que encabezan la transición han optado por no emprender investigaciones sistemáticas ni tomar acciones específicas en contra de quienes cometieron abusos en el pasado. El retorno de España a la democracia es un ejemplo de transición exitosa que optó por evitar un dramático ajuste de cuentas con el pasado. España pudo encontrar, mediante su vida institucional, mecanismos catárticos que le permitieron asumir su pasado sin que se convirtiera en una fuente de conflicto o inestabilidad. Una activa y lúcida prensa que supo valerse de las nuevas libertades, así como la revolución en su cultura, que dio cauce a las inquietudes del pueblo, o los pueblos, de España, contribuyen a explicar la reconciliación.

Otras sociedades en proceso de transición, en cambio, han recurrido a mecanismos formales para confrontar su pasado. Uno de los procedimientos que se han utilizado con mayor frecuencia para ese fin es el establecimiento de 'comisiones de verdad'. En el último cuarto de siglo se han formado más de veinte comisiones de este tipo alrededor del mundo, particularmente en América Latina y África. La mayoría de ellas ha reunido los testimonios de miles de víctimas y ha elaborado informes independientes y sólidos sobre los abusos perpetrados bajo regímenes autoritarios que habían llegado a su fin. Asimismo, mediante dichas comisiones, se buscó promover un ajuste de cuentas que distanciara a los nuevos gobiernos de los abusos del pasado y respaldara el cambio que se proponían impulsar.

En América Latina, la primera de dichas comisiones que atrajo la atención mundial fue la que estableció en 1983 el Gobierno de Raúl Alfonsín en la Argentina. Durante nueve meses, la Comisión Nacional sobre los Desaparecidos reunió evidencia documental sobre casi nueve mil desapariciones ocurridas bajo los gobiernos militares entre 1976 y 1983. El informe de la Comisión, Nunca más, se convirtió en uno de los libros más leídos en la historia de Argentina. Sus expedientes fueron turnados a las autoridades judiciales y sirvieron como base para los procesos subsecuentes contra los miembros de la Junta. No obstante, los intentos iniciales por llevar a la justicia a un número más amplio de quienes cometieron atrocidades durante la dictadura militar provocaron tal inestabilidad que el propio gobierno civil acabó por aprobar una amnistía generalizada. La llamada Ley de Obediencia Debida puso a salvo las entonces frágiles e inciertas instituciones democráticas, pero profundizó aún más el sentimiento de injusticia entre miles de familias argentinas.

La experiencia chilena también ofrece elementos de reflexión. El gobierno civil se vio impedido de revocar la ley de amnistía aprobada en 1978 y dedicó sus esfuerzos a indagar los hechos del pasado. La Comisión Nacional de la Verdad y la Reconciliación investigó alrededor de tres mil desapariciones, homicidios y secuestros políticos, aunque su mandato no le permitió documentar los casos de tortura. Las políticas de reparación instrumentadas por una comisión de seguimiento no lograron promover una efectiva reconciliación, en parte quizá porque la mayoría de las víctimas de la dictadura de Pinochet fueron, precisamente, aquellas sometidas a tortura. Los esfuerzos por confrontar el pasado fueron sólo parcialmente eficaces, y ello quizá se ve confirmado por la manera en que los fantasmas del pasado han resurgido con el juicio que se le sigue a Augusto Pinochet.

Los procesos instruidos recientemente a militares acusados de haber cometido violaciones a los derechos humanos durante las dictaduras de Argentina y Chile deben hacernos reparar en el hecho de que los crímenes contra la humanidad constituyen un caso particular que por su particular gravedad no pueden ser amnistiados. Inevitablemente, el problema se plantea de nueva cuenta a los sucesores de quienes concedieron la amnistía, ya que en los regímenes democráticos los primeros son susceptibles de ser remplazados en un corto plazo por los segundos.

Por añadidura, en los últimos decenios se ha consolidado una nueva política que tiende a universalizar el respeto de los derechos humanos. Este cambio reciente implica la creación de jurisdicciones internacionales y de la internacionalización de las jurisdicciones nacionales. En consecuencia, las instancias políticas nacionales no tienen ya, en muchos casos, la capacidad de cumplir enteramente los pactos concluidos, en la medida en que los crímenes contra la humanidad no son susceptibles de ningún indulto ni amnistía. Los autores de estos crímenes pueden ser perseguidos por terceros gobiernos, los cuales no son parte de tales pactos y por lo tanto no se sienten obligados a respetarlos. Estas tesis son las que animan la decisión del Gobierno del presidente Vicente Fox de conceder la extradición a España a Ricardo Miguel Cavallo.

Otras regiones del mundo ofrecen experiencias relevantes en cuanto al ajuste de cuentas con el pasado. En Europa, por ejemplo, destaca el proceso de la RFA; Suráfrica ofrece otro caso de gran importancia, la Comisión de la Verdad y la Reconciliación establecida por el Gobierno del presidente Nelson Mandela.

Independientemente de los argumentos en pro y en contra del establecimiento de comisiones de verdad, una vez que los distintos sectores sociales y gubernamentales han optado por celebrar un pacto, resulta esencial que éste sea respetado. No sólo porque algunas de las razones que le dieron origen probablemente seguirán siendo vigentes con el paso de los años, sino porque el respeto de lo acordado es una condición necesaria para poder suscribir otros acuerdos en el futuro.

Una primera etapa de la transición mexicana ha concluido con un éxito indudable. Elecciones, alternancia, entrega del poder, consolidación del nuevo Gobierno, cooperación para aprobar las primeras reformas. La siguiente etapa comienza junto con el debate sobre contenidos y rumbo: ajuste de cuentas, pactos fundacionales, responsabilidades compartidas. No tengo la menor duda de que México consumará esta segunda etapa de su transición con el mismo éxito que la primera.

Jorge G. Castañeda es secretario (ministro) de Relaciones Exteriores de México. Texto leído ayer en el debate sobre Democracia en el nuevo milenio, que se celebra con motivo del 25º aniversario de EL PAÍS.

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