El hermoso espejismo de la década de 1980
Puede que la década de 1980, como insinuaba Bret Easton Ellis en su novela American psycho, fuera un asco: la década de Ronald Reagan, de la avaricia y la insolidaridad, de los yuppies asquerosos que se hacían sus rayas de coca con la tarjeta Visa Oro... Pero eso era en Norteamérica, ese lugar en el que, según cantaba Randy Newman, 'los ricos cada vez son más ricos y a los pobres no hay ni por qué verlos'. En España, los socialistas ocupaban el poder después de 100 años de honradez (y 40 de vacaciones); Pedro Almodóvar se preparaba para ser el director de cine más famoso del mundo, y los cómics, ese pariente pobre de la cultura y de los medios de comunicación, se ponía de moda y parecía estar a punto de convertirse, ¡por fin!, en algo respetado y consumido por los ciudadanos de este bendito país.
Los franceses, que en este asunto siempre se las apañan para pasarnos la mano por la cara, habían vivido sus años de esplendor en la década anterior con revistas como Metal Hurlant y À suivre o dibujantes como Moebius, Jacques Tardi, Régis Franc y Gerard Lauzier. A nosotros la modernidad nos llegó en los años ochenta del siglo XX a través, principalmente, de dos revistas aparentemente antagónicas que, en la práctica, resultaron ser perfectamente complementarias: El Víbora y Cairo.
Como en todas las épocas en las que casi todo está por hacer, la década de 1980 fue una gozada para los que pudimos meter la zarpa en el material que llegaba a los quioscos y a las librerías. A finales de la de 1970, el italoargentino Roberto Rocca, con su buque insignia Tótem, nos había puesto al día de lo que la censura franquista nos había hurtado. En la de 1980, libres, felices y socialistas, entramos a saco en todo el material extranjero que nos apetecía publicar y poníamos en marcha nuestros propios productos. Mientras El Víbora se declaraba eternamente underground y contracultural, Cairo reivindicaba a Hergé para proponer comedias, aventuras y thrillers como los que hasta entonces sólo se encontraban en la literatura y en el cine.
Fueron los años de la (relativamente) famosa bronca entre la línea clara y la línea chunga, entre los seguidores de Mr. Natural y los de Tintín, entre los canuteros y los dipsómanos, entre los contraculturales y los posmodernos... Aparentemente, pues en la práctica resultaba que a todos nos parecían perfectamente compatibles Robert Crumb y Hergé, el hachís y la ginebra o la Incredible String Band y los Talking Heads. Y los que nos zaheríamos a conciencia durante el día nos cruzábamos por la noche en los mismos bares y la pillábamos juntos. Con la excepción de José María Berenguer, editor de El Víbora, nadie se tomó muy en serio aquella trifulca. Lo importante era que por primera vez en mucho tiempo se hablaba de tebeos, y si Román Gubern y Javier Coma la emprendían contra Tintín, mejor que mejor: así se ampliaba el campo de batalla y los cómics seguían dando que hablar. Como dijo en su momento Jorge Herralde: 'Parece que la izquierda ha pasado del caso Padilla al caso Tintín'.
La década de 1980 permite asistir a la aparición de un montón de nuevos autores y a la afirmación de los ya existentes. Unos y otros producen sus mejores álbumes desde Barcelona, Valencia o Madrid (ciudad que se apunta al carro, vía subvención municipal, con la revista Madriz). En esos tiempos, los dibujantes de tebeos se pasean como Pedro por su casa por el programa de Paloma Chamorro La edad de oro, y cuando las huestes de Cairo viajan a Madrid a presentar su revista reciben la bendición del gran Almodóvar...
El hecho de que esta situación cambie radicalmente en la década de 1990, cuando los tebeos vuelven al gueto, da mucho que pensar. Principalmente en que algo debimos hacer mal los que estábamos metidos en el ajo. Tal vez ponerse de moda fue funesto, pues las modas duran lo que duran y después si te he visto no me acuerdo. Tal vez nos pasamos de elitistas con nuestras novelas dibujadas (aunque más se pasaron los franceses y nadie se lo reprochó). Tal vez no supimos dar continuidad al camino emprendido.
En cualquier caso, los intelectuales dejaron de leer tebeos y los lectores de cómics regresaron al consumo de historias de superhéroes o descubrieron la magia (sic) de los mangas. De repente, editar un álbum en color de 64 páginas y en tapa dura se convertía en una heroicidad condenada a la catástrofe. Los guionistas volvían a la literatura o al periodismo. Los dibujantes se reciclaban en la publicidad o la ilustración. Y empezaba el llanto y crujir de dientes: Cairo se hundía, El Víbora sobrevivía como podía, el concepto de tebeo mensual se iba al demonio... Y así nos hemos plantado en el siglo XXI, añorando algunos esa década prodigiosa que tal vez fue un espejismo, pero un espejismo hermosísimo. Tal vez habría que empezar otra vez desde el principio para volver a la situación de la década de 1980. Yo estoy por la labor porque sigo creyendo que los tebeos son ese cine de los pobres del que hablaba Hugo Pratt. ¿Quién más se apunta?
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.