Un escudo innecesario
George Bush ha disipado cualquier duda sobre su determinación para desarrollar un sistema antimisiles que haga a Estados Unidos y eventualmente a sus aliados supuestamente invulnerables al ataque de enemigos irresponsables. Al anunciar una decisión que Clinton mantuvo en el limbo -y por la que presionan el Pentágono, la derecha republicana y la gran industria-, el presidente estadounidense considera muerto el tratado ABM, firmado con Rusia en 1972, que prohíbe a sus signatarios la construcción de un sistema defensivo contra sus arsenales intercontinentales y que, por su garantía implícita de destrucción mutua, ha venido funcionando durante 30 años como seguro contra el holocausto atómico. La idea de Bush es que la doctrina nuclear de la guerra fría, un baile entre dos, ha dejado de servir. Las circunstancias son ahora diferentes y el mundo, dice, se ha convertido en un lugar en el que cada vez más regímenes impredecibles tienen o tendrán la tecnología que les permita lanzar misiles a miles de kilómetros. Washington cita entre ellos a Corea del Norte, Irán o Irak.
Fuera de Estados Unidos, el escudo antimisiles tiene pocos partidarios, al margen de cuál sea finalmente su expresión técnica. Sobre todo porque en el desarrollo del invento -cuya eficacia dista de estar probada y que puede acabar costando 100.000 millones de dólares- late la imposición por Washington de un escenario maniqueo basado en la remota posibilidad, más que en la probabilidad, de sufrir un ataque con cohetes por parte de un Gobierno lo suficientemente suicida. Y no es menos cierto que en los años que tardará en desplegarse el embrión del sistema, cinco o seis en el mejor de los casos, la evolución de los incontrolados enemigos de hoy puede haber hecho de esos parias regionales Estados respetuosos con las reglas del juego.
Es difícil, como Bush pretende, hacer compatible la idea de un mundo compenetrado para defenderse de unos pocos irreductibles con la realidad de EE UU poniendo en pie su paraguas a prueba de cohetes y abjurando unilateralmente del tratado ABM. Tendrá que emplearse a fondo para convencer a sus aliados europeos y asiáticos, y sobre todo a Pekín y Moscú, de que este cambio de arquitectura estratégica no tiene por objetivo único hacer invulnerable a la única superpotencia. Rusia y sobre todo China creen que el escudo está destinado a sus misiles, lo que viene a ser una invitación al desarrollo de otras armas en un mundo habituado ya a la relativa garantía que representa el temor de los unos a los otros.
La nueva caja de Pandora destapada por Bush -y ya bendecida por el secretario de la OTAN- es para Europa una mala iniciativa. Durante décadas, los dirigentes europeos han contado a sus conciudadanos que el tratado ABM era la piedra angular de la seguridad global. El acuerdo de 1972 puede haber sido superado por los acontecimientos, pero sería mejor su adaptación a la realidad actual que su desguace puro y simple por EE UU. El escudo antimisiles tampoco es ninguna poción mágica y sí una invitación a otros para hacerse más temibles. Si Bush lo lleva adelante, mejor será que lo haga en cooperación estrecha con sus aliados y en consultas de buena fe con quienes no lo son. La imposición en un tema planetario no sería la mejor forma de iniciar la presidencia imperial.
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