Matar y excluir
El emotivo recuerdo de las personas asesinadas por ETA a lo largo de más de treinta años (la abrumadora mayoría después de la muerte de Franco) ocupó el espacio central del acto organizado el pasado sábado en San Sebastián por la iniciativa ciudadana ¡Basta Ya! El propósito de la convocatoria era pedir el voto en las elecciones del 13-M para el PP y el PSOE, los dos partidos vascos defensores de la Constitución (esto es, los derechos fundamentales y las libertades básicas) y del Estatuto de Gernika (es decir, las instituciones de autogobierno creadas en 1980). A diferencia de la necrofilia morbosa y de la pasión enfermiza por la muerte típicas de los rituales fascistoides del nacionalismo radical, la proyección en una pantalla del Kursaal donostiarra de unas simples hojas mecanografiadas con los nombres de las casi ochocientas víctimas de la banda terrorista, acompañada por la banda sonora de La lista de Schindler, rindió homenaje a los muertos.
El paralelismo entre el holocausto nazi y la estrategia de exterminio aplicada desde hace años por ETA (y programada a una escala incomparablemente mayor para el futuro) hace casi inevitable esa reflexión sobre las víctimas. Le mort qu'il faut, la última visita narrativa realizada por Jorge Semprún al campo de concentración de Buchenwald en otro de sus admirables libros, plantea con amarga ironía esa incómoda cuestión. Según algunos especialistas, los verdaderos testigos del horror nazi no serían los supervivientes de los lager capaces -como Primo Levi o el propio Semprún- de transmitir sus experiencias a las siguientes generaciones a través de la literatura, sino únicamente los muertos que llegaron hasta el final de ese largo viaje. Historiadores y sociólogos no consiguen, sin embargo, resolver la contradicción: '¿Cómo invitar a los verdaderos testigos, es decir, a los muertos, a participar en sus coloquios? ¿Cómo hacerles hablar?'. La única respuesta de carácter aproximativo a esa pregunta de contestación imposible es seguramente escuchar las voces de los familiares de las víctimas, tal y como sucedió en el Kursaal: las palabras de la viuda de Fernando Buesa, de la hermana de Miguel Ángel Blanco y de Cristina Cuesta (hija de otro asesinado) intentaron cubrir ese hueco que nadie podrá colmar.
Mikel Azurmendi, profesor de Antropología obligado a exiliarse académicamente en EE UU por las amenazas de ETA, intervino en el acto para explicar el funcionamiento del mecanismo idóneo para preparar y justificar esos crímenes: la sentencia de exclusión de los derechos de ciudadanía dictada por los nacionalistas contra los vascos que no comparten las fobias de Sabino Arana y tampoco el proyecto de Estado independiente (formado por el País Vasco, Navarra y los territorios franceses) suscrito por toda la familia nacionalista -moderada y radical- en el Pacto de Estella. Porque el programa de expulsar de esa fantasmal Euskal Herria unificada y soberana a los votantes del PP y del PSOE (casi la mitad de la población) no es apoyado sólo por los militantes de ETA que perpetran los asesinatos o que controlan mediante la doble militancia la difusa trama de su organización extensa (desde EH hasta Haika, pasando por los medios de comunicación y las asociaciones solidarias, educativas, culturales o deportivas a su servicio). Esa lógica mortífera de exclusión o deportación es asumida también por los dirigentes del PNV y de Eusko Alkartasuna (EA) que arrastraron a sus partidos a la aventura del pacto secreto con ETA y del pacto público con su brazo político en el verano de 1998. Ni siquiera se trata de una patología reciente; en su libro Y que se limpie aquella tierra (Taurus, 2000), Mikel Azurmendi estudia el origen y la continuidad de esa mentalidad xenófoba que se remonta hasta el siglo XVI y desemboca en Sabino Arana: no sólo los de fuera quedan segregados de los de dentro por una muralla de prejuicios, sino que también los de aquí son depurados y expulsados a las tinieblas exteriores cuando discrepan.
Según el cabeza de lista de EH por Álava, en la Euskal Herria soberana del futuro no resultará suficiente, a la hora de ejercer los derechos de ciudadanía, con figurar en el censo y residir en el territorio: será necesario pasar también por las pruebas iniciáticas de limpieza étnica establecidas por el Gobierno nacionalista. (Arnaldo Otegi ilustró al día siguiente esa tesis con el ejemplo de los inmigrantes de otras culturas, a los que se les exige conocer la historia y la lengua del país de acogida para acceder a su nacionalidad). Mikel Azurmendi dio en el Kursaal donostiarra la única respuesta posible a esa estúpida y brutal propuesta: 'No somos de fuera sino que nos han mandado afuera; algunos ya lo están: en las tumbas'.
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