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Columna
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Plagio a plagio

Como hace poco escribía atinadamente Enrique Mochales, las malas noticias acostumbran a reproducirse. Algo parecido ha ocurrido con las recientes acusaciones de plagio en el mundo literario: Camilo José Cela, Ana Rosa Quintana y ahora Luis Racionero han padecido, desde distintas posiciones biográficas, el mismo calvario mediático. A veces a uno le entran ganas de hablar de todo esto a calzón quitado, relatar en público las miserias de su gremio. Pero se impone limitarse a un cierto deslinde conceptual. Si hay algo que caracteriza a la literatura de este país es que ya ha entrado, ruidosamente, en la economía de mercado. Legendarias empresas como Planeta han conseguido que aquí se vendan tantos libros como churros, vídeos o aparatos de musculación. Desde hace unas décadas, con los libros se puede hacer negocio. Hay grandes grupos editoriales y todo un batiburrillo de comercios y profesionales (grandes almacenes, librerías, distribuidoras, agentes literarios, páginas web, etc.) que viven, mal que bien, de ese objeto llamado libro.

Sólo hay un eslabón de la cadena que se mantiene en lo estrictamente artesanal: el autor. Y no es, en este caso, por retraso con otros mercados literarios. Por supuesto que hay autores americanos de best sellers que trabajan ya con amplios equipos, pero evidentemente la autoría de un libro sigue reclamando algo personal, algo rigurosamente intransferible. Lo que ocurre es que la mercantilización de la literatura impone, tanto a los autores consagrados como a esos inanes famosos (siempre potenciales novelistas), que expidan libros por encima de sus energías, de su interés personal y de su disponibilidad de tiempo. Se conciben iniciativas y colecciones, pero siempre necesitan, al final, esa firma consagrada (o esa firma meramente famosa) que suscriba el producto.

Tanto el autor consagrado como el famoso-potencial-escritor son gentes muy ocupadas, sus agendas se parecen a las de los ejecutivos. Junto a muchas otras obligaciones, además deben terminar su novela en los próximos tres meses o apresurar una semblanza de Catalina de Rusia para la colección Grandes biografías. Multiplican las conferencias, los artículos. Se ven en la obligación de escribir cuentos para los suplementos de verano. En esas condiciones, la tentación de recurrir a terceros es muy fuerte. Me consta que todos se consideran gente honrada (todos tenemos una excelente opinión de nosotros mismos) y sin duda sueñan con otra vida, una vida más sencilla, en la que dispusieran del suficiente tiempo para escribir lo que quisieran. Pero el mercado es implacable: un guión para la serie Ciudades del mundo, un apresurado libro para la colección Paisajes vistos por escritores, una guía comentada del El Prado para los desplegables Grandes museos del mundo. Inevitablemente, hay que escribir. Lo que sea. Como sea.

Los que reducimos nuestro estatus profesional a la financiación de alguna sopa de sobre tenemos al menos la dicha de vivir en la integridad. Cuidado, no es una opción, no es una conducta ética, no tiene ningún mérito: es una integridad forzada (habría que vernos, ante la posibilidad de hacer un dinero tonto escribiendo una cosita sobre Lenin o sobre Jesucristo, o una novela infantil o juvenil para esa colección que suelta tanta pasta). Lo cierto es que la presión atosiga al escritor de firma para que multiplique sus libros mientras que, al otro extremo del escalafón, los inéditos se mantienen en la denigrante categoría editorial de 'manuscritos no solicitados'.

Pero incluso en un estrato medio del oficio, la profesionalidad se convierte en una trampa. Uno compadece a ciertos escritores profesionales (algunos de ellos buenos amigos) obligados a escribir, con cruel periodicidad, una novela cada dos años. Y uno lamenta su más inevitable consecuencia: que vivimos en una marea creciente de libros insignificantes, extraídos con sacacorchos del caletre del autor, meras faenas de apaño, vulgares compromisos culminados a plazo vencido, un aluvión de mediocridad que no alientan precisamente los autores jóvenes o anónimos sino los recurrentes invitados a las ferias del libro. Cuando se habla de lo poco que leen los jóvenes no habría que mirar hacia otra parte. Algunos de los culpables están ahí: en el catálogo.

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