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Columna
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¡TAN LEJOS DE MILOSEVIC!

El encarcelamiento hace un mes de Slobodan Milosevic apenas se percibió en las calles de Belgrado. Milosevic perdió cuatro guerras que redujeron la soñada Gran Serbia a su actual mínima expresión; sumió al país en la ruina, con casi la mitad de sus habitantes viviendo por debajo del umbral de pobreza; él y sus compinches entraron a saco en las arcas públicas durante más de una década y, por añadidura, vivía rodeado de una familia odiada por su corrupción y la prepotencia con que se comportaban.

A pesar de todo esto, los serbios de a pie no expresaron júbilo ni ningún otro sentimiento palpable en las calles de Belgrado. Lo escribía Iván Torov, uno de los periodistas más lúcidos y honestos de Serbia, en su columna del diario Danas: 'La suerte de Milosevic interesa más a los periódicos extranjeros que a los serbios'. Y era cierto. Para quien vivió las caídas de dictadores de verdad, como Duvalier en Haití, Stroessner en Paraguay o la derrota de Pinochet en el plebiscito de Chile, resultaba chocante la indiferencia de Belgrado ante el encarcelamiento del déspota balcánico.

La preocupación de los serbios está centrada en temas mucho más prosaicos y esenciales que si el Gobierno extradita o no a Milosevic a La Haya para que purgue por sus presuntos crímenes de guerra. El tema de la extradición, que provoca ríos de tinta en la prensa, no interesa a los ciudadanos de a pie, preocupados por sobrevivir y llegar a fin de mes con sueldos miserables.

Lo resume de forma contundente mi amiga diplomática, recién retornada a Belgrado a un puesto de rango medio de subjefa de departamento en el Ministerio de Exteriores: 'Gano ahora 9.050 dinares al mes [algo más de 26.000 pesetas], y eso porque me acaban de subir el sueldo un 150%. El mes pasado me llegó la cuenta del gas y eran 6.000 dinares (17.400 pesetas). Mi marido es electrotécnico, trabaja desde hace 27 años en los ferrocarriles y gana 4.600 dinares al mes [unas 13.400 pesetas]'.

Un recorrido por un mercado estatal, los más baratos, permite constatar que una barra de pan blanco de 600 gramos cuesta 15 dinares (43 pesetas); un litro de leche, 23 dinares (67 pesetas); un litro de aceite de girasol, 48 dinares (140 pesetas), y un kilo de pollo, 141 dinares (409 pesetas). Llegar a fin de mes se convierte en un milagro que tiene explicación. En cada casi todas las familias serbias se juntan dos o más sueldos, que, aunque miserables, aumentan el poder adquisitivo. Gran número de serbios tienen familiares emigrados en el extranjero, que envían divisas para ayudar a los que se quedaron. Para apuntalar esta red de subsistencia cuenta, además, Serbia con una potente agricultura. Los parientes del campo ayudan a los de la ciudad con sus productos. No obstante, las nuevas autoridades democráticas ya han sufrido varias huelgas en los servicios públicos. Si el Gobierno de Serbia no ofrece pronto soluciones palpables para la miseria cotidiana, no resulta aventurado pronosticar que el próximo invierno a más tardar podría empezar a escucharse algo así como 'con Milosevic vivíamos mejor'.

Todo esto explica que los serbios no saliesen a la calle, ni diesen rienda a ninguna clase de júbilos ante el encarcelamiento de Milosevic, que apenas movilizó a un millar de ciudadanos entre partidarios y detractores del sátrapa ahora entre rejas. Todo ocurrió en los alrededores de la residencia de Milosevic en el barrio residencial de Dedinje en Belgrado. A unos 200 metros más allá, la vida transcurría sin la menor alteración.

Los quinientos partidarios de Milosevic eran casi todos unos pobres infelices, de avanzada edad en su mayoría. En una imagen patética, la televisión serbia mostró a una anciano que gritaba a favor de Milosevic al mismo tiempo que se le saltaba de la boca la dentadura postiza. También se encontraban entre los seguidores de buena fe algunos ejemplares de esos que uno preferiría no encontrar en una calle oscura. Unas señoras de las encandiladas con Milosevic dialogaban entre sí al advertir la nacionalidad del periodista. 'España nos quiere', decía una. 'Sí, pero Solana...', replicaba la otra. La primera la interrumpió: 'No, mujer, Solana es vasco'.

Desde el encarcelamiento de Milosevic abundan por Belgrado los ejemplares dispuestos a cambiar de piel o de chaqueta a toda velocidad. Un matrimonio de profesionales constata con amargura cómo directivos de su empresa estatal, feroces seguidores de Milosevic hasta hace poco, se han apresurado a conseguir carné de alguno de los partidos o partiduchos de la Oposición Democrática de Serbia, la coalición ahora en el poder. Los carnés con números de afiliación más bajos se cotizan, claro está, más caros.

Un amigo me cuenta el caso de una profesora del instituto de sus hijos que se distinguía por su feroz ultranacionalismo serbio. Sus clases eran auténticas soflamas chovinistas. Días atrás, la buena señora se encontró con un famoso cardiólogo que había atendido a Milosevic. La pedagoga otrora nacionalista increpó al médico por prestar sus servicios a Milosevic. El médico le respondió: 'Señora, yo soy médico y atiendo a cualquier paciente sin atender a sus ideas'. La profesora, no contenta con haberle criticado por cumplir con su juramento hipocrático, le lanzó un escupitajo a la cara.

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