Eutanasia, la hora de la buena muerte
El Senado holandés acaba de dar luz verde a una ley reguladora de la eutanasia activa. De esta forma, se legaliza la 'buena muerte' en el caso de enfermos terminales con dolores insoportables sin perspectiva de mejora alguna y que hayan expresado al respecto clara y reiteradamente su voluntad. Por el contrario, las tímidas tentativas de introducir una normativa moderada en España han sido neutralizadas y rechazadas por el partido gobernante. En consecuencia, cualquier ayuda que con dicho propósito se dispense a un enfermo sigue siendo considerada como colaboración al suicidio y está castigada por el Código Penal con penas de hasta seis años de prisión. Por el momento, se ha perdido una batalla, pero proseguirá el combate; y deberíamos aprovecharnos indirectamente del éxito de Holanda para reflexionar sobre este asunto y plantear la necesidad de un moderno Ars moriendi, de un arte de la buena muerte, que sea la culminación de una biografía orientada por la búsqueda de la calidad de vida.
Durante el siglo actual, la esperanza de vida ha crecido de forma espectacular. Esta impresionante revolución que supone una verdadera democratización de la vida ha tenido también una consecuencia indeseada, el incremento de la morbilidad y el desarrollo de una fase final en la trayectoria biográfica de ciertas personas caracterizada por enfermedades gravemente invalidantes.
Las tecnologías médicas están experimentando, día a día, avances extraordinarios y asombrosos. Quienes han pasado por la experiencia de vivir en sus propias canes o de cerca la aplicación de las recientes terapias antitumorales lo saben bien. Sin embargo, algunas de las tecnologías médicas también dan lugar a lo que se conoce como encarnizamiento terapéutico y al mantenimiento artificial en estado vegetativo de enfermos incurables y ancianos desahuciados. La gestión de la muerte en las sociedades de modernidad avanzada sigue siendo un grave problema humano y social. Y lo es, especialmente, porque aquella se ha convertido en el tabú del siglo; porque nuestra sociedad produce un secuestro de su experiencia existencial, condena a los moribundos a la soledad (la muerte social se adelanta a la muerte física), y abandona el proceso de morir a la institucionalización y a la tecnificación aséptica. A quienes mueren les pedimos que, desde la distancia del entubamiento y el hospital, sean discretos, mudos, invisibles, que no molesten e interrumpan el ritmo ajetreado de la vida cotidiana, pero que (se) aguanten.
Esta situación es (o debería ser) intolerable para una conciencia moderna, autónoma y racional. Como afirmaban varios premios Nobel en un manifiesto publicado en 1974, 'es cruel y bárbaro mantener contra su voluntad una vida que ha perdido toda dignidad, belleza, significación y perspectiva de futuro. Creemos que la práctica de la eutanasia humanitaria, solicitada por el enfermo, mejorará la condición humana... y que el derecho a la eutanasia puede ser protegido contra los abusos por un procedimiento de salvaguardia apropiado'.
Quienes se oponen a la eutanasia consideran que se trata de un suicidio asistido, de un verdadero acto criminal; se basan en la sacralidad de la vida y afirman que la introducción de la más tímida aceptación de medidas favorables a la eutanasia generará un 'efecto de palanca' en el que se apoyarán sujetos desalmados para hacer desaparecer a los débiles. En este sentido, hay que recordar que el término eutanasia se ha de utilizar exclusivamente para designar el acto médico necesario para hacer más fácil la muerte a petición del enfermo. Existen diferencias sustantivas entre la eutanasia y el asesinato; incluso entre la eutanasia y el suicidio. En el asesinato, individual o en masa, alguien causa la muerte a otro contra su voluntad; en el suicidio, alguien huye de la vida y busca su muerte (o, en el caso del 'suicidio altruista', da la vida por otros o por la patria); en la eutanasia, la muerte ya está ahí con toda su cruel obscenidad y el enfermo tan sólo quiere evitar (para sí y para los suyos) el angustioso y doloroso proceso inevitable del morir.
De hecho, la percepción de esta diferencia es tan nítida en la mentalidad colectiva de nuestra sociedad que las encuestas han registrado con notable precisión la distinta valoración que le merecen las dos conductas. Así, en la Encuesta Mundial de Valores de 1995, la población valenciana manifestó su aprobación de la eutanasia y su rechazo del suicidio. En una escala de 1 a 10, donde 10 significaba máxima aprobación y 1 máximo rechazo, la justificación de la eutanasia puntuó 5,5 y la del suicidio 2,8. Y en los últimos años esta diferencia se ha ido ahondando al crecer todavía más la justificación de la eutanasia.
Por otra parte, numerosas encuestas han incluido preguntas relativas a este asunto, abordando diversos aspectos del mismo, y en todas ellas se ha manifestado un acuerdo sustantivo a favor de la eutanasia. En 1988 el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) exploró el tema con cierto detalle. Los resultados fueron los siguientes: el 58% de los encuestados consideraban que los médicos no debían prolongar artificialmente la vida de un enfermo cuando no hubiera esperanza de curación; el 67% creía que los médicos debían administrar drogas para calmar el dolor de un enfermo incurable, aún cuando este tratamiento acortase la vida del paciente; el 53 % afirmaba estar de acuerdo en que un enfermo incurable tiene derecho a que los médicos le proporcionen algún producto para poner fin a su vida sin dolor; el 60% sostenía que un médico debería tener la posibilidad de acabar, sin dolor, con la vida de un enfermo incurable, si éste se lo pide libremente; el 66% sostenía que no debía perseguirse ni castigarse al médico que ayudase a morir al enfermo incurable que lo pidiese insistentemente. En suma, la población española consideraba que se han de utilizar los avances de la medicina para facilitar una 'buena muerte'. Estas actitudes se han reforzado durante la década de los noventa, como muestran diferentes encuestas del CIS o del CIRES.
La defensa del derecho a la eutanasia no puede interpretarse como un obstáculo para que quienes creen en la santidad de la vida o en el destino, mantengan sus creencias y las prácticas personales que consideren oportunas. Consiste solamente en extender los principios de autonomía personal, dignidad y libertad, que la Constitución consagra como derechos inalienables, hasta las fronteras últimas de la existencia.
Quienes argumentan (caso del PP) que disponen de respuestas alternativas basadas en el desarrollo de Unidades de Dolor y de Cuidados Paliativos en los Hospitales, aparte de que olvidan que dichas unidades tienen hoy por hoy un alcance insignificante dada la nula política de implantación de las mismas, sencillamente confunden los términos del debate. Quienes están a favor de la eutanasia también demandan Unidades de Cuidados Paliativos, tantas como sean necesarias para el conjunto de las personas que realmente las necesitan. Pero quieren algo más: el derecho a decidir cuándo y cómo decir adiós, sin que eso suponga ninguna consecuencia penal para aquellos que tienen los medios adecuados para facilitar la despedida.
El Gobierno valenciano ha podido presumir de una política avanzada con la reciente aprobación de la Ley de Parejas de Hecho. Aquí tiene, dado el amplio consenso de la población, otro asunto para lucirse aprobando una Ley de la Eutanasia (sin adjetivos) y para presumir de ser 'pionero' en España, aunque ya no en Europa.
Antonio Ariño es profesor de la Universidad de Valencia.
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