Vivíamos como reyes
Si más allá de la de los hechos pudiéramos elaborar una historia de los rumores, nos acercaríamos algo más al corazón desnudo del hombre. Cuando miramos atrás nos parece que el camino está trazado por tramos inconmovibles y que todo lo acaecido en el pasado, tanto en nuestra vida personal como en la colectiva, ocurrió de un modo inapelable. Pero lo cierto es que, antes que la memoria solidifique los hechos, la realidad que nos envuelve es maleable e incierta: más posibilidad que acción consumada, más rumor que certeza.
Una realidad líquida, y a menudo gaseosa. Es probable que este sea el territorio propio de la literatura, y así lo percibió temporalmente Aristóteles al defender que la misión del poeta, a diferencia de la del historiador, no es contar hechos que han sucedido, sino aquello que puede suceder. La literatura crece en el ilimitado campo de la imaginación, pero sus raíces están ancladas en el profundo subsuelo de los rumores, mensajes invisibles -ricos, fantásticos, malévolos, según el caso- que atraviesan con la misma facilidad las paredes de las ciudades que las de las conciencias.
La literatura crece en el campo de la imaginación, pero sus raíces suelen estar ancladas en los rumores
En ocasiones el rumor no es sólo la piedra angular de la obra literaria que encubre al escritor. Con frecuencia el secreto antecede al rumor y el rumor construye la leyenda. Frente al escritor transparente que, ayudado por la masividad de los medios de comunicación, se derrama hacia el público sin respetar los límites escritos de sus propias obras, el escritor oculto se esconde tras murallas cuya sinceridad es siempre discutible hasta que la perspectiva del tiempo facilita a los que dudan un juicio más definitivo.
Recuerdo, hace unos años, la fascinación que despertaba Carlos Castañeda. El autor de Las enseñanzas de Don Juan había obtenido un inmenso éxito internacional con sus libros supuestamente iniciáticos. Pero este éxito iba íntimamente vinculado a la leyenda sobre su identidad y a los rumores sobre sus viajes. Se le hizo nacer en varios países y se le mató varias veces, antes de su reciente y, al parecer, auténtica muerte. Nunca llegaremos a saber hasta qué punto sus contactos con Don Juan y sus accesos a los conocimientos mágicos fueron verdaderos. Nos es suficiente, no obstante, con que sean literarios.
Quizá el escritor oculto más puro sea, sin embargo, B. Traven, nacido hipotéticamente en 1890 y muerto cuando los libros de Castañeda hacían furor, en 1969. Traven es el misterio literario del siglo XX. No se tiene todavía hoy una plena seguridad sobre la lengua que utilizaba para escribir ni sobre su nacionalidad. Se dijo que era un alemán emigrado a México o un norteamericano que escribía en un inglés inexistente o, sencillamente, un impostor que se ponía diversas máscaras.
Comoquiera que sea, Traven consiguió que su enigma fuera su obra de arte por excelencia aunque, pasado el tiempo y debilitado el deslumbramiento de su misterio, seguramente podrá apreciarse el fuste excepcional de este escritor, cuyas ideas libertarias se remontan a Max Stirner y cuya narrativa enlaza con la de Melville. Para los que descubrimos a B. Traven a través de la película El tesoro de Sierra Madre, de John Huston, el auténtico descubrimiento fue leer la novela del mismo título en la que aquélla se inspiraba.
Por un extraño sendero, alumbrado por la libertad y la aventura, en mi recuerdo el nombre de Traven siempre se asociaba al de un escritor polaco, Segiusz Piasecki, autor de una novela que, tras ser muy famosa, cayó más tarde en un cierto olvido. Luego me enteré de que la asociación no era en modo alguno arbitraria puesto que también Piasecki, como el gran Traven, fue un escritor sumergido, al final de su vida, en el ocultamiento y la leyenda.
De hecho, Piasecki nació y murió en las mismas décadas que Traven -en 1899 y en 1964, siempre aproximadamente. Escribió su novela en la cárcel. Antes luchó contra las tropas rusas, hizo de bandolero y de contrabandista y fue condenado a muerte. Después, cuando los alemanes ocuparon Polonia, fue evacuado de la prisión en la que se encontraba y participó en la resistencia polaca. En 1946 se trasladó a Inglaterra y se perdió todo rastro de su figura. ¿O se había perdido ya antes y no es cierto que se marchara a Inglaterra, participara en la resistencia y fuera bandolero?
En vida se rodeó de rumores y tras la muerte fue rodeado por la leyenda. Cuando vi la nueva edición de su novela El enamorado de la Osa Mayor (Quaderns Crema, Barcelona, 2001, en versión catalana), se abrió ante mí, de repente, aquel horizonte de sensaciones que había experimentado en la primera lectura y que, en algún sentido, se repitió ante el texto de El tesoro de Sierra Madre. Como el autor, la novela era también para mí legendaria. Me consta que lo es asimismo para otros que accedieron entonces al libro y lo han preservado secretamente contra el olvido.
Pero se hace difícil expresar el significado de esta leyenda. El enamorado de la Osa Mayor tiene, por así decirlo, ángel. No es, por supuesto, la mejor novela que uno puede leer pero, tal vez, sí sea la novela más libre. He hablado con otros admiradores del libro y coinciden en esto. Cada uno de ellos tiene la sensación de que la obra de Piasecki se cruzó con sus vidas en el momento oportuno y que, además, les dio alas.
A esto podría llamársele ángel: a esta capacidad para hacer crecer las alas a los lectores más jóvenes y para reencontrar el vuelo a los más maduros. Desde la primera línea del libro se construye esta atmósfera de libertad que, página tras página, impregna todo el desarrollo de la novela. Se ha dicho que es un texto de acción pura. Pero esta afirmación no le hace justicia. Hay muchas obras de pura acción. El enamorado de la Osa Mayor es un texto de aire puro.
No es raro que transcurra en la frontera pues es en las fronteras donde se rozan libertad y riesgo. Un mundo donde la realidad no es compacta e inamovible, sino que fluye en todas direcciones. Los contrabandistas que protagonizan la narración parecen vivir una vida nueva cada día, ajenos a la rutina y a la reiteración, tan volcados a la exploración y al goce como celosos de su férrea complicidad. Acaso eso explique parte de su alquimia para los lectores del pasado y para los que ahora pueda encontrar: jovialidad más lealtad.
Una ética imprescindible para esta existencia en la frontera, sometida al cambio y el rumor. Sin embargo, hay asimismo en El enamorado de la Osa Mayor una suerte de mística alegre y laica por la que el hombre libre se deja guiar por la belleza inmutable de las estrellas. No hay pesadez alguna en esta percepción, sino algo cercano a aquella levedad del espíritu que tanto gustaba a Italo Calvino.
Un ángel, una jovialidad, un aire puro: quizá sea todo eso lo que me ha hecho disfrutar, otra vez, con la lectura de esta novela extraordinaria. O quizá sea sencillamente el placer de tener entre las manos un libro que se atreve a empezar así: 'Vivíamos como reyes. Bebíamos vodka a chorro. Nos amaban muchachas hermosas. No reparábamos en gastos. Pagábamos con oro, plata y dólares. Lo pagábamos todo: el vodka y la música. El amor lo pagábamos con amor, y el odio con odio'.
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