_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El socavón

Para empezar, la palabra tuneladora producía temor, y algunos no se la imaginaban como una simple máquina hecha para perforar el subsuelo, sino como una especie de gusano gigante y voraz parecido a los que andaban bajo la arena del desierto en la película Dune: un monstruo implacable, capaz de comerse poco a poco y metro a metro el corazón del mundo. Personalmente, cada vez que veía en los periódicos una foto de la tuneladora, cada vez que ponía los ojos en su aspecto de cetáceo metálico o de tren ciego, empezaba a imaginarme a Álvarez del Manzano transformado en un capitán Nemo de las profundidades de Madrid, un alcalde loco que recorría por las noches y a bordo de su tuneladora aquel reino submarino, aquel mundo abisal que él había creado con tanta audacia y a pesar de tantos enemigos.

Madrid, una ciudad restada a las profundidades, lo mismo que Amsterdam le había sido arrebatada al mar. Cada noche, al subirse a su Nautilus-tuneladora, Álvarez del Manzano se sentiría feliz, a salvo, como quien entra a su casa después de un día de perros o como el animal que vuelve a su guarida después de una mala tarde en la selva. Y, en eso, sería como todos, porque todos tenemos nuestra guarida, tenemos algún refugio o alguna cueva a la que regresar, en la que ocultarnos. La Caverna del Dragón le llama Luis Landero en su último libro, Entre líneas: el cuento o la vida, al hotel al que uno vuelve después de una conferencia en una ciudad extraña, después de las presentaciones, los aplausos, el coloquio y los canapés del cóctel, los encuentros casuales, a veces llenos de indicios, de tentaciones, de sospechas...

Pero también pensaba en otra cosa cada vez que veía una foto de una tuneladora en los periódicos; pensaba en un juego muy sencillo que solía hacer con mis hermanas, cuando estábamos de viaje o no teníamos otra cosa mejor a mano: se pone un papel de seda encima de un vaso y se tensa con una goma elástica o un cordón; luego se coloca una moneda en el centro, se enciende un cigarrillo y cada jugador, cuando llega su turno, agujerea el papel con la brasa. Al cabo de siete u ocho vueltas, ya casi no hay sitio donde hacer tu quemadura, la moneda se queda sujeta cada vez por unas tiras más delgadas, cada vez en un equilibrio más débil, hasta que cae al fondo del vaso, y el jugador que ha hecho el último agujero es el que pierde la partida. De eso me acordaba cuando veía la tuneladora e imaginaba la ciudad cada vez con menos tierra firme y más agujeros bajo su superficie, cada vez más parecida a la moneda del final del juego.

Hace un par de días, al pasar la tuneladora bajo la M-30, se abrió un agujero terrible en la carretera, se formó un socavón de 70 metros cuadrados y un atasco de 11 horas. El socavón, negra boca de las ballenas de los infiernos, podría haberse tragado coches o ciudadanos, pero por suerte no se tragó nada, aunque cerca de allí los vecinos de un lugar llamado Las Moreras también sufrieron los efectos del paso del monstruo subterráneo: puertas desquiciadas, algunas grietas en la cocina y otra, más amenazadora, que dividía en dos el jardín. Naturalmente, los responsables políticos del suceso hicieron lo que siempre hacen en estos casos, tanto cuando el problema termina siendo de verdad inofensivo como cuando estamos ante el comienzo de una hecatombe: dijeron que no hay por qué alarmarse, que nadie corre ningún peligro.

Sin embargo, da miedo. Todo ese asunto de los submundos y las tuneladoras da miedo, porque no se trata sólo de las nuevas estaciones de metro, que, seguramente, serán necesarias, sino también de todos esos garajes y carreteras enterradas que se anuncian para el futuro. Nuestros políticos municipales no saben resolver los problemas del tráfico, sólo esconderlos o cambiarlos de sitio, como quien barre la suciedad debajo de la alfombra, y su afán horadador no parece tener límites, parece encaminado a crear otra ciudad entera debajo de la que ya han destruido en la parte de arriba, quizá hasta acaben por conseguir que aparezcan nuevas razas para los nuevos espacios, lo mismo que en las malas novelas de ciencia-ficción: los habitantes de las alcantarillas, los conductores de ultratumba.

Lo repito, me da un poco de miedo todo este tema. ¿No me digan que no les parece inquietante? Bienvenidos a Madrid, lago Ness de las tuneladoras.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_