Transición para Euskadi
La transición política del autoritarismo a la plenitud democrática que España llevó a cabo hace más de veinte años pasa, y con razón, por ser una venturosa operación política. Frente a los peores augurios, los españoles pasamos página e inauguramos, en paz y seguridad, una época de convivencia democrática. Los instrumentos para ello fueron el diálogo y consiguiente pacto político y la hábil utilización del derecho, entonces vigente, como herramienta para el compromiso. El resultado, el reconocimiento de una sociedad sumamente plural y que se sabe y quiere abierta. Esto es, aquella en la que nada está proscrito ni prescrito, sino que el futuro se remite a la libre decisión ciudadana.
De tan feliz proceso y resultado quedó excluido el País Vasco. Una serie de malentendidos y desencuentros entre nacionalismo vasco y españolismo, que lúcidamente analizó José Antonio Ardanza en la Real Academia de la Historia, culminó -y prosiguió después- en la abstención nacionalista en el referéndum constitucional del 6 de diciembre de 1978. La transición política española que la Constitución culminó no trajo la paz a Euskadi, y sangrientas pruebas hay de ello, y la autonomía vasca, probablemente la más amplia que en Europa hay, no ha supuesto la elemental concordia de su sociedad en torno a las instituciones. Para comprobarlo basta atender a la campaña electoral en curso, donde la truculencia retórica no oculta nada, antes manifiesta el enfrentamiento radical de proyectos muy dispares. Si, a juicio de unos, el Estatuto ya no sirve, olvidando que en sus cláusulas de apertura y reforma cabe cualquier decisión democrática, como es propio de una sociedad abierta, para otros, el Estatuto y elementos tan importantes del sistema como es el Concierto Económico, sólo valen si se impone determinada opción política, olvidando que, en democracia, no cabe supeditar el respeto a las instituciones y el desarrollo de sus previsiones al propio triunfo.
¿Por qué no repetir en el País Vasco lo que en España entera supuso la transición? Esto es, dialogar hasta pactar, y no precisamente unos contra otros, sino entre todos. Sin condiciones ni cortapisas previas. ¿Y usar del derecho vigente, la Constitución y el Estatuto, enteros ambos, con sus adicionales incluidas, para conseguir un compromiso que permita remitir a la decisión ciudadana lo que nadie puede proscribir ni prescribir?
No falta, sin duda, quien propugne una solución contraria. Esto es, no intentar siquiera repetir la transición en Euskadi, sino llevar a cabo una verdadera involución que desmantelara lo que el Estatuto ha permitido construir. Si tal solución prosperase se intentaría repetir en Cataluña y asegurar así, por la vía de la disciplina de partido, una nueva 'unidad entre los hombres y las tierras de España' que, para cierto sector de opinión y no precisamente pequeño, sigue siendo la única y excluyente voluntad de vivir juntos. Esta especie de segunda transición, se dice, corregiría los supuestos errores de la primera, cuya ingenuidad no supo prever la peligrosa insaciabilidad de los nacionalismos. La permanente descalificación de éste a la que, dicho sea de paso, sus constantes errores, cuando menos retóricos, sirven de pretexto inmejorable y la identificación creciente que se hace entre sus legítimas opciones soberanistas, por desacertadas que éstas puedan parecer, y el terrorismo criminal, apuntan en tal dirección. No deja de ser curioso que en la precampaña, y aun antes, es más intensa la crítica al nacionalismo democrático que la ya rutinaria condena del terrorismo, o que ésta, cuando se hace, se vincule instrumentalmente a aquélla.
Semejante proyecto me parece profundamente desacertado cualquiera que sea la perspectiva desde la que se contemple. Como lo sería cualquier otro que, amparado en la mera ley del número, tratase de imponer una solución definitiva que fuera más allá de las posibilidades de consenso entre los diversos sectores y diferentes sensibilidades nacionales de una sociedad tan plural, por no decir fragmentada, como la vasca es hoy día.
Pero baste ahora señalar que, con ello, se pone en tela de juicio nuestro entero edificio constitucional, so capa de defenderlo. En efecto, la Constitución de 1978, que tantas nuevas lealtades parece suscitar, y la transición política de la que es fruto fueron un verdadero pacto. Quienes tuvimos parte en dicho proceso, por modesta que ésta sea, como fue mi caso, sabemos que transición y proceso constituyente fueron un pacto entre actores muy diferentes y no siempre coincidentes con los sujetos formales que aparecen en la letra de las normas. La amnistía de julio de 1976 fue un pacto y arras de que se quería seguir pactando; lo fue la Ley para la Reforma Política; las normas electorales de marzo de 1977 y el paralelo reconocimiento de los partidos políticos; y pacto fue, un gran pacto de unión de voluntades, la elaboración de la Constitución, porque no otra cosa es el consenso que caracterizó su factura.
¿Y entre quiénes se celebró tal pacto? Santiago Carrillo, que nadie discutirá algo sabe de la cuestión, ha destacado recientemente el de la Monarquía y la democracia, y ello es, sin duda, piedra angular del edificio. Pero, como ocurre con toda piedra angular, requiere de otras muchas para completar el arco. Transición y Constitución fueron, también y en no menor medida, un pacto entre la derecha, cualquiera que sea su nombre, y la izquierda, cualquiera que sea su pluralidad, y un pacto entre el centro y la periferia.
Derecha e izquierda pactaron su mutuo reconocimiento, es decir, la no deslegitimación recíproca y la posible y previsible alternancia, de manera que el sustituto respetase e incluso honrase al sustituido y lo esencial de su legado. Más aún, pactaron una Constitución en la que caben el mercado y la planificación, la enseñanza pública y la privada, el laicismo del Estado y la cooperación con la Iglesia. Y si muchas de las pretensiones de la derecha encontraron su consagración constitucional, también la obtuvieron las de la izquierda, y ahí están los derechos económicos y sociales para demostrarlo. Así funcionan las democracias de Occidente. Ni a Bush se le ocurre procesar a Clinton, ni Blair ha revisado la totalidad de la obra de la Thatcher, antes al contrario, como ésta no lo hizo con el del laborismo, ni Mitterrand dejó de honrar al gaullismo. Cualquier intento de descalificar radicalmente la opción contraria, de aislarla, privarla de los medios de expresión o descabezarla hubiera sido o sería una flagrante violación del pacto.
Pero el centro y la periferia también pactaron. Se pactó con Cataluña y con su peculiar mapa de fuerzas políticas, e incluso, merced al Estatuto de Guernica, se inició un pacto, aún inconcluso, con el nacionalismo vasco. El mapa autonómico, que ya es una realidad, vino a continuación y se adhirió al pacto. Un pacto que supone una distribución territorial del poder, pero también un reconocimiento de fuerzas políticas de ámbito autonómico con programas máximos hipotéticamente independentistas y, muy concretamente, de determinados nacionalismos. La deslegitimación debiera ser erradicada, y el respectivo ámbito de poder, siempre que se basase en los votos, debía ser reconocido. Cualquier opción, gustase o no, siempre que se propugnase por medios pacíficos y procurase el triunfo por vías democráticas, resultaba lícita y respetable. Solamente un pacto semejante explica la letra de normas tan importantes como el Estatuto de Guernica, pero más aún la larga colaboración de los partidos estatales PP y PSOE con los nacionalismos, en especial el vasco, tanto en Madrid como en Vitoria. El pacto y la satanización como previa a la trituración, por democrática que ésta quiera presentarse, son incompatibles. Por eso, el enfrentamiento radical entre los llamados constitucionalistas y los supuestos soberanistas y lo que de su alternativa victoria puede temerse, si se pretende excluyente y definitiva, por negar la posibilidad real de una alternativa, me parece la mejor vía para no pactar.
Ahora bien, los pactos de la transición son sintéticos. No es posible, aunque se quiera sinceramente, eliminar uno de ellos sin dañar a los restantes. Alternancia en el Gobierno y respeto a la oposición en el centro y en la periferia como gobierno del futuro, Monarquía y seguridad social pública, autonomías y misión de las Fuerzas Armadas, solidaridad interterritorial y representación proporcional, aunque parezcan elementos heterogéneos entre sí, recibieron conjuntamente, a través de largos meses de diálogo, negociación y consenso, el acuerdo de voluntandes en que el pacto constituyente consistía y ha de seguir consistiendo. Y el pacto así entendido es fundamental para la buena salud del sistema constitucional, porque constitución es integración, y en una sociedad abierta y pluralista sólo se integra pactando.
Y un pacto, es bien sabido, sólo puede revisarse por el común acuerdo de las partes y, en el caso de un pacto de Estado aún debe hacerse así cuando la inmensa mayoría del electorado así lo quiere. Por eso, revisar unilateralmente cualquiera de los elementos esenciales del pacto político que permitió la transición y subyace a la Constitución o, lo que es lo mismo, dejar que, insensiblemente, se erosionen hasta derrumbarse o, incluso, como ahora se vislumbra, no continuarlos, concluirlos y cumplirlos, supone una amenaza letal para todo el sistema. Y el pacto tácito, pero hasta ahora efectivo entre el centro y la periferia, es uno de esos elementos. Por eso, llevar a cabo en Euskadi la transición aún pendiente es, nada más y nada menos, que completar y salvar el proceso de la transición española y el sistema que de ella surgió.
Ello requiere tanta generosidad como audacia. Olvidar pasados agravios recíprocos, sustituir la confrontación por el diálogo y, pasadas las elecciones, establecer los más amplios acuerdos posibles entre fuerzas con respaldo democrático, desde un ideal Gobierno de concentración hasta meros consensos transversales sobre políticas concretas, pasando por coaliciones de amplia base entre nacionalistas y no nacionalistas. Todo ello, sin duda, muy difícil. Tan difícil como fue restablecer la concordia democrática entre quienes, de uno y otro lado, se consideraban herederos de una guerra civil. Tan difícil como posible. Posible y de todo punto necesario.
Miguel Herrero de Miñón es miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.
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