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Columna
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Puertas al parque

El concejal de Medio Ambiente del Ayuntamiento de Madrid, Adriano García-Loygorri, dijo el pasado mes de diciembre que no entendía que alguien quisiera estar en el parque del Retiro a las cuatro o las cinco de la mañana y que, por lo tanto, lo mejor sería cerrarlo. Curioso silogismo, personalísimo razonamiento que, aplicado a otras materias, daría perversos resultados. Cuando no se comprende algo, lo más práctico es dar carpetazo, hacerlo desaparecer del horizonte de la mente, despreciar lo que se ignora, ignorar lo que se desprecia: no lo entiendo, luego mejor que no exista y así me quito un quebradero de cabeza de encima.

El alcalde es uno de esos siete de cada diez madrileños a los que, según la encuesta, puesta en marcha por Loygorri para ratificarse en su decisión, les parece bien que el parque se cierre por la noche y 'lo antes posible'. En realidad, al 80% de los encuestados no les parece ni bien ni mal que le den cerrojazo nocturno al Retiro, lo que deja manos libres al Ayuntamiento para actuar.

Yo preferiría que lo dejaran abierto, pero a mí no me han consultado, si lo hubieran hecho habría formado parte de ese 30% de madrileños que sí comprende que alguien quiera estar en el parque de El Retiro de madrugada, por ejemplo en una de esas noches asfixiantes del verano capitalino cuando los áticos y las buhardillas de los que no tienen aire acondicionado se convierten en algo muy parecido a un horno crematorio.

No es éste el único motivo por el que yo dejaría abiertas de par en par a la noche las 12 puertas del parque. Si el edil Loygorri fuera más comprensivo, tal vez le invitase a un paseo nocturno por sus senderos y sus frondas, un recorrido como el que yo emprendía muchas veces hace muchos años cuando vivía en una decadente colonia de hotelitos al final de Menéndez Pelayo. Ave nocturna que volvía al nido después de haber revoloteado por las calles del centro en general y de Malasaña en particular, barrio natal en el que había residido hasta hacía unos meses.

El itinerario comenzaba en la puerta de Alcalá y finalizaba junto a Mariano de Cavia. La línea más corta bordeaba el estanque, cruzaba por el paseo de Coches y pasaba junto a la Rosaleda. Era un paseo relajante que despejaba la cabeza de las brumas alcohólicas y tabáquicas acumuladas en los bares y en los cafés y abría la mente a fantásticas ideas y proyectos. Mientras caminaba solitario entre otros, pocos, solitarios, iba esbozando mi particular cuento de la lechera, la gran novela que me abriría las puertas de la gloria literaria, el argumento de una gran comedia que convulsionaría la escena teatral, o el guión de una gran película digna de Hollywood o al menos de Samuel Bronston que era lo más parecido a una sucursal de la meca del cine que teníamos por aquí. Los caminos están hechos para perderlos de vez en cuando y encontrar otros nuevos que se hacen al andar, así que poco a poco, enrevesado en mis quimeras, comencé a dejar el itinerario principal y a deambular por otros rincones del parque, por ejemplo por las inmediaciones del Ángel Caído y desolado, huérfano de aquelarres, cuya malignidad sólo acierta ver nuestro piadoso alcalde, que hace años quiso contrarrestarla con un monumento a la Virgen. Hasta las más familiares y apacibles estatuas del parque, poéticas y filosóficas, adquieren un resplandor fosfórico, un aura inquietante, ensabanadas por la luna. El hemiciclo blanco del monumento al rey Alfonso, pacificador que se asoma al estanque, parece siempre dispuesto a recibir a una asamblea nocturna de los muchos espíritus y duendes que pueblan El Retiro, fantasmas trágicos a los que debió sumarse hace poco el del monje loco de Medinaceli, que tras apuñalar a uno de sus hermanos vino a morir por su propia mano en la Montaña de los Gatos. Si el concejal fuera más comprensivo le invitaría a pasar revista de madrugada a las terribles estatuas de los reyes desterrados de palacio que montan guardia a ambos lados de un paseo. Le invitaría y gozaría de su compañía, pues más de una vez sentí en este lugar cómo se me erizaban los vellos bajo su escrutinio y me creí perseguido por la glauca y lunática mirada de sus ojos sin pupila. Hay cosas que es mejor guardar bajo 12 candados, porque no se entienden, y en Madrid hoy no caben misterios que no sean artículo de fe. Vade retro.

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