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Columna
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Treinta años en la paleta de Díez Alaba

La exposición retrospectiva del pintor bilbaíno Mikel Díez Alaba (1947) está formada por un total de 75 obras, que abarcan desde 1971 al día de hoy, y se puede ver en la Sala Rekalde de Bilbao. En esos treinta años, el artista ha pasado por seis etapas plásticas. Para significarlo figuran unos rótulos en las paredes de la muestra. Por haber vivido cerca la mayoría de esas etapas, en especial las primeras, cada vez que en estos días de abril visitaba la exposición era como si me trasladara al tiempo pasado, a aquellos años en los que como espectador estaba inmerso, etapa a etapa, en el mismo contexto que proponía Díez Alaba con sus creaciones. Tanto es así, que en dos ocasiones el propio pintor me pidió que le escribiera el texto para el catálogo de sendas exposiciones, cosa que hice gustosamente.

Sin embargo, a la hora de juzgar hoy lo que se presentan como obras del pasado, mi posición es distinta, porque ha desaparecido el contexto que las regía. Vistas ahora encuentro numerosas lagunas en el quehacer artístico del pintor bilbaíno. Si bien en el primer periodo, Figuración crítica (1971-1974), algunos cuadros mantienen el tipo, otros bajan bastante. Conviene advertir de que como creaciones deben demasiado -excesivamente- a Francis Bacon. Pero es a partir del segundo periodo, Abstracción radical (1975-1976), donde se sitúa como pintor en el momento crucial de su carrera. Se advertía que había encontrado un camino de sumo interés. Realiza cinco piezas de primer orden y, al poco, ese camino se difumina. No sigue experimentado. ¿Qué ha pasado? ¿No sabía adónde ir? ¿Fue sólo un atisbo tomado por los pelos sin que sintiera profundamente qué quería? Posiblemente no se dio cuenta que el artista debe fijar bien cuál es el punto esencial de su arte y aferrarse a él de manera inquebrantable.

A partir de esa etapa se mueve dentro de varias corrientes, demostrando buena mano para pintar, mas ofreciendo pocas dosis de verdadera creación. Luego, desde lo que titula Abstracción paisajística (1984-1989), hasta lo último, llamado Madurez (1990-2001), entra en una fase relativamente igual a sí misma. La única variación reside en los tonos generales. Mientras al principio la envoltura atmosférica es azulenca, le sigue una especie de fotosfera verdegay.

Durante los últimos 17 años, ininterrumpidamente surgen los gestos vacuos y, por ende, superficiales. Aparece todo voraginado, vaporoso. Junto a esos vertiginosos vaivenes, entran en escena, con ofuscada reiteración, los trazos blancos, que asumen el papel de fogonazos de luz o lo que deviene en espacialismo gestual. Parece como si el autor quisiera invitar al espectador a que viera en estas obras paisajes de playas o parajes soñados, al gusto de cada cual. Y si el espectador cierra un poco los ojos, a lo mejor acaba por imaginarse cielos paradisíacos más allá de lo que le proponen...

Ante lo visto podíamos llenar de halagos la conducta plástica de Mikel Díez Alaba, aduciendo que en esos 17 años ha trabajado en torno a atmósferas divagatorias, y que sus pinceles llevan puestas unas alas imaginarias, alas que son gestualidades en pos de crear en cada lienzo naturalezas desbocadas. Pero no es eso lo más acertado y mucho menos conveniente, si hacemos caso a Nietzsche: 'En el elogio hay más entrometimiento que en la censura'. Es preferible advertirle al pintor -al tiempo que amigo- que puede encontrar la aventura del arte saliendo de ese mundo cómodo en el que ahora pinta. Dotes y raza de pintor no le faltan. En sus manos y en su ánimo está el conseguirlo. Todo, menos semejarse a una pelota de ping pong que baila sobre el chorro de agua de una barraca de tiro.

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