Cielos y tierra
Viernes 13 y santo, viejas supersticiones por partida doble. El 13 es un mal número porque siempre cabe un Judas en él, y el viernes un mal día porque ya se sabe lo que le ocurrió un viernes del año 33 a Jesucristo, fundador de esta cronología de veinte siglos. La Semana Santa en Madrid difunde sus ecos en las calles vacías, los penitentes son todos los que no se han ido de vacaciones, aunque sólo una parte de ellos hagan explícito su dolor, descalzos sobre el asfalto traicionero, cargando con sus cruces y sus cadenas que esta vez no tienen nada de simbólico.
La Semana Santa madrileña no figura entre las festividades de interés turístico. La gran urbe no resulta propicia al recogimiento, sino a la dispersión. Entre las procesiones madrileñas siempre destacó la del Silencio, casi un milagro en la capital del ruido y del estrépito, que también se van de vacaciones. El estruendo vuelve con el retorno de la marabunta en expiatorio vía crucis, los fugitivos penan a bordo de sus automóviles a paso procesional hasta ser de nuevo engullidos por la ciudad hambrienta que recupera su monstruosa normalidad.
La mayor parte de los madrileños que escapan en Semana Santa no huyen del mundanal ruido y del hacinamiento urbano, sino que van al encuentro de un ruido y de un hacinamiento distintos, discotecas y terrazas, playas abarrotadas y urbanizaciones que durante unos días cuentan con todas las desventajas de la urbe y del campo. No pueden prescindir del bullicio, se han hecho adictos al decibelio y al barullo.
En la mañana del Domingo de Resurrección recorrieron las calles del centro de Madrid dándole al parche más de noventa bombos, tambores y timbales, con sus respectivos aporreadores, hermanas y hermanos de la Cofradía del Señor Atado a la Columna y Nuestra Señora de la Fraternidad con el Mayor Dolor de Zaragoza. Con sus atronadores redobles, los cofrades de tan renombrada y rimbombante agrupación pretendían simbolizar los temblores de tierra que sucedieron después de la muerte de Cristo.
En otro plano más real, los tamborileros lo que hacían era recibir con los honores que merecían a los cofrades de la Sufriente Cofradía del Automovilista Atado a la Columna del Santo Retorno, cuyos primeros columnistas, que habían madrugado ese domingo y sacrificado su última jornada vacacional a modo de penitencia suplementaria, estaban entrando en la ciudad de sus pecados y se mostraban satisfechos del recibimiento y de su perspicacia por haber salido tan pronto y haber llegado antes que sus competidores por una plaza de aparcamiento. Esta vez los últimos no serían los primeros: por haber apurado hasta el final sus vacaciones, llegarían derrotados y beberían el amargo cáliz hasta las heces rondando hasta hallar acomodo para sus vehículos. De ellos sería el llanto y el crujir de dientes.
Haciendo de la necesidad virtud, muchos madrileños que no habían abandonado su ciudad se asomaron a sus procesiones en busca de exotismo. En Semana Santa, como en el mes de agosto, Madrid recupera parte de su idiosincrasia pueblerina entre manchega y castellana. Cuando casi todos se han ido, abandonan sus refugios los especímenes en extinción del madrileñismo castizo y piadoso, se ponen los capirotes, las mantillas y las peinetas y salen a la calle en procesión reivindicando un casticismo imposible en una ciudad que no existe.
Para que no se extinga del todo y siga funcionando como reserva de sufragios populares, el excelentísimo Ayuntamiento protege y subvenciona procesiones en primavera y kermeses en verano, festejos sacros y profanos que suelen contar con la presencia del alcalde y de sus ediles, que sólo pueden darse un baño de masas con tranquilidad cuando las aguas se han remansado y no andan por allí rondando protestantes y manifestantes.
La diáspora de la Semana Santa afecta a los movimientos reivindicativos que también se toman sus vacaciones, las manifestaciones con sus pancartas, sus himnos y sus jaculatorias dejan paso a las procesiones con sus estandartes, sus tronos y sus plegarias. Los cofrades claman al cielo para que les socorra, y los manifestantes, a los poderes terrenales. Pero los cielos y la Tierra permanecen igualmente sordos a las oraciones y a las reclamaciones.
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