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Tribuna:CIRCUITO CIENTÍFICO
Tribuna
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Una generación olvidada

H ace unas semanas, el Departamento de Física de Stony Brook aprobó la promoción de uno de sus miembros al rango de profesor permanente. Ascensos como éste son habituales -aunque no automáticos- en las universidades americanas, pero suelen ocurrir después de dos contratos de tres años cada uno. Lo especial de esta promoción es que le llega al profesor antes de acabar su primer contrato y apenas cuatro años después de doctorarse.

Aquel día me vinieron a la mente los nombres de varios científicos del CSIC, alguno verdaderamente excepcional, que siguen en el escalafón profesional más bajo, cuando en Estados Unidos ya serían catedráticos en universidades de prestigio. Pero me acordé en especial de un profesor titular en una renombrada universidad española. Su historial es mucho más extenso que el de mi colega de Stony Brook, y quizá tan valorado internacionalmente; sus contribuciones docentes son mayores, y su peso en la comunidad científica del país, superior. Sin embargo, cuando hace dos años buscó un ascenso a catedrático en su universidad, ni siquiera pudo presentar su dossier por no cumplir el requisito de 10 años de docencia. (Sólo llevaba cuatro años de profesor, después de ocho como investigador permanente en el CSIC y dos más de posdoctorado en Estados Unidos).

Por desgracia, casos como éste no son infrecuentes en España. Contrariamente a lo que hace poco decía alguien, no es más fácil ser profesor en Harvard que conseguir un puesto permanente en el CSIC, pero sí es cierto que, una vez dentro del sistema, subir un peldaño científico o académico parece más difícil en nuestro país que en Estados Unidos.

Todo buen gestor sabe que el éxito de una empresa descansa en su personal. Por eso, contrata a los mejores, los motiva, les exige, los cultiva y los recompensa. No se trata de altruismo, sino de egoísmo corporativo inteligente. Sería, pues, un signo de buena gestión pública apreciar las contribuciones de nuestros mejores investigadores. No basta con el impulso inicial de escoger a los más brillantes; hace falta seguir su carrera, orientarla y reconocerla. Y ¿qué mejor reconocimiento que una promoción justa y a tiempo? De lo contrario, hasta el más entusiasta y dedicado se desmoraliza, pierde interés por su trabajo y termina por pasar de todo.

Pese a éste y otros obstáculos, la ciencia en nuestro país ha avanzado de modo extraordinario en los últimos 20 años. Para convencerse de ello basta ojear revistas tan prestigiosas como Science o Nature, en las que a menudo aparecen trabajos de nuestros laboratorios, o pasearse por las reuniones internacionales más importantes, donde nuestros científicos son frecuentes conferenciantes invitados. Este gigantesco progreso es en parte fruto de la política científica -tan generosa como fugaz- de los años ochenta, pero sobre todo del esfuerzo e ilusión continuados de nuestros investigadores, a todos los niveles.

Si, a fuer de simplistas, tuviéramos que escoger a un grupo como el motor actual de ese avance, yo me quedaría con esa generación intermedia que tiene ahora entre 35 y 45 años -precisamente a la que más se le niega el ascenso profesional-. Gracias a aquella política sus miembros completaron su formación en el extranjero con becas abundantes, y consiguieron, cuando aún eran muy jóvenes, un puesto permanente en la universidad o el CSIC. Los mejores maduraron pronto y se convirtieron en líderes internacionales en sus campos. Los mediocres, que también tuvieron cabida, adaptaron su vida a un sistema que daba poco, pero exigía menos. Y prácticamente todos han recibido el mismo trato de la Administración: el olvido más completo.

Se habla mucho, y con razón, del desperdicio que supone haber invertido en la formación de tantos jóvenes que ahora parecen no tener lugar en la comunidad científica -un grupo a la deriva que corre el peligro de convertirse en generación perdida-. Pero ¿no es un desperdicio semejante condenar al olvido y no explotar al máximo el talento de esa otra generación que por su edad está en el apogeo científico? La solución al primero de estos serios problemas es compleja y costosa; la del segundo es sencilla y barata. ¿A qué espera la Administración?

Aunque bien mirado, ¿por qué habría de tener prisa? Si Stony Brook ha adelantado el ascenso del joven profesor ha sido simplemente por miedo a que otras universidades o la industria se lo llevaran. ¡Ah, la competencia!

Emilio Méndez es catedrático de la Universidad del Estado de Nueva York, en Stony Brook.

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