Cortejo transversal
En las vísperas del Aberri Eguna (el Día de la Patria), celebrado el pasado domingo de forma separada por las tres formaciones nacionalistas, el lehendakari Ibarretxe -por segunda vez candidato presidencial del PNV a las elecciones autonómicas- analizó ante un grupo de periodistas los escenarios políticos imaginables tras el 13 de mayo y apostó por una alianza transversal entre nacionalistas y constitucionalistas. A su juicio, el Gobierno de Vitoria no puede -o no debe- ser confiado con caracter excluyente a ninguno de esos dos bloques electorales. A Ibarretxe no le faltan en teoría argumentos para defender esa tesis; sin embargo, la trayectoria del nacionalismo desde el verano de 1998 priva de verosimilitud a la propuesta, interpretable mas bien como una artimaña para encizañar a los constitucionalistas y seducir al PSOE con el espejismo de una coalición con el PNV.
Ciertamente, los gobiernos de mayoría simple o absoluta, idóneos para producir los positivos efectos de la alternancia en el poder, pueden ocasionar consecuencias indeseadas de exclusión y discriminación para las minorías en sociedades fragmentadas según líneas divisorias de alto contenido emocional; las democracias mayoritarias del modelo Westminster (donde el ganador se lo lleva todo y el perdedor se queda sin nada) sólo parecen funcionar de manera plenamente satisfactoria en sociedades homegéneas con experiencia institucional y respeto a las reglas de juego. En cambio, los países segmentados por razones lingüísticas, étnicas o religiosas (como Holanda, Suiza o Bélgica) pueden obtener buenos resultados con el modelo consociativo de democracia, que distribuye cuotas de poder entre todas las piezas del mosaico y ofrece a las minorías la oportunidad de participar en el gobierno. El País Vasco resultaba en principio un escenario apropiado para esa variante de democracia, tan legítima como la mayoritaria; a partir de 1986, las coaliciones de nacionalistas y socialistas en los niveles autonómico, foral y municipal parecieron marcar ese camino.
Sin embargo, la apuesta del PNV por esa democracia consociativa tan añorada ahora por Ibarretxe fue superficial y -sobre todo- perecedera. El PSOE fue relegado a papeles subalternos durante su estancia en el Gobierno de Vitoria y despedido de malos modos cuando su presencia se consideró innecesaria. Lejos de fortalecer y ampliar los consensos entre los demócratas nacionalistas y constitucionalistas, el acuerdo secreto del PNV con ETA en el verano de 1998 y su Pacto público de Estella con el brazo político de la organización terrorista decretaron la exclusión de populares y socialistas de la vida pública vasca.
Se comprende, así pues, que ni el PP ni el PSOE se hayan tomado en serio el cortejo transversal de Ibarretxe: si el pacto suscrito entre los dos partidos el pasado diciembre condiciona cualquier entendimiento con el nacionalismo moderado a su previa ruptura con el Pacto de Estella, la coalición electoral formada por PNV y EA ha concurrido a las urnas con un programa que insiste en el derecho a la autodeterminación. Las razonables palabras del lehendakari en torno a la necesidad de que los demócratas vascos -nacionalistas o no- unan sus fuerzas de manera consociativa tropiezan con la desafiante respuesta dada en su día a Iñaki Gabilondo por Arzalluz sobre la legitimidad de una eventual independencia del País Vasco proclamada por la mitad más uno de los ciudadanos a quienes los nacionalistas hubiesen otorgado derecho al voto. En cualquier caso, los entendimientos transversales no dejarán de resultar factibles aunque PP y PSOE conquisten el derecho a convertirse en la alternativa de gobierno tras 21 años de hegemonía nacionalista. El PNV y EA seguirán ocupando importantes parcelas de influencia social y de poder parlamentario, foral y municipal; los eventuales acuerdos del gobierno constitucionalista de Vitoria con las diputaciones de Vizcaya y Guipuzcoa y los numerosos ayuntamientos bajo control nacionalista permitirían poner en marcha ese experimento de gobernación consociativa que Ibarretxe reivindica ahora y Arzalluz boicoteó en 1998.