La feina del matalafer
El catedrático Vicent Franch escribió en este periódico que mientras no exista un diálogo resolutivo sobre la norma, la exigencia del conocimiento del valenciano a quien trabaje en la función pública valenciana se estrellará sin remedio contra el muro de la frustración, de la incapacidad política. El profesor Franch y muchos de los valencianoparlantes fieles a su lengua, saben que la resolución pactada del problema previo solamente se producirá si le interesa electoralmente a la derecha indígena, reunida confortablemente alrededor del Partido Popular, y muy especialmente, si su líder indiscutible tiene algo personal que ganar con ello. Es muy posible que la campaña emprendida por la Mesa per l'Ensenyament en Valencià (MEV) para recoger el apoyo ciudadano a la exigencia del requisito lingüístico no tenga éxito porque no culmine, durante esta legislatura, en una ley valenciana que ponga fin a frustraciones que duran ya casi dos décadas.
Frustraciones pasadas y presentes, a cuenta de mayorías parlamentarias diferentes, no han de anular la iniciativa procedente del tejido organizativo cívico. En su vitalidad reside también la esperanza de que la política cambie, se acerque a verdaderas necesidades sociales y se presente con un mínimo de decencia intelectual. La condición de ciudadanos otorga el derecho a la crítica y el deber de hacer propuestas. En la MEV hay personas y entidades que han hecho un ejercicio constante de una cosa y de la otra y, por lo tanto, tienen la tranquilidad moral de haber denunciado la falta de coherencia política y intelectual que ha sufrido y sufre la oficialización del valenciano.
En 1987, el entonces consejero de Educación, Ciprià Ciscar, justificó dar 'un paso atrás para después dar dos hacia adelante' cuando firmó la orden por la cual impartir en valenciano el área de conocimiento del medio socionatural en la Educación General Básica, en todo el territorio valencianoparlante, quedaba a merced de una decisión familiar. Aquella decisión supone, todavía hoy, una enseñanza a la carta imposible de gestionar pedagógica y materialmente. ¿Para cuando aquello de... 'para después dar dos hacia adelante'? Aquella decisión, irónicamente comparada entonces con el baile de la yenka, se ha generalizado, en 2001, en la incoherencia como ley universal que regula el valenciano. Diez años más tarde, la consejera Marcela Miró organizó la adscripción de 17.000 maestros a los nuevos puestos de trabajo de los colegios públicos, con motivo de la aplicación de la LOGSE, concediendo a todo el mundo una moratoria hasta el 2005 o 2011 -según la lengua predominante en cada comarca- respecto al conocimiento del valenciano, cuando ya se había conseguido que el 80% de los maestros tuvieran la formación lingüística requerida. Desde entonces, aquellos mismos maestros pueden permanecer o trasladarse a cualquier escuela o puesto de trabajo sin tener que acreditar conocimientos de valenciano. Si este despropósito no ha provocado ya un colapso de la enseñanza en valenciano es solamente porque el profesorado ha demostrado la responsabilidad profesional y el amor a la lengua del país que no tuvo la consejera (el mismo profesorado, por cierto, a quien el consejero Tarancón considera fundamentalista y responsable de una supuesta fractura social). Aquella decisión se tomó simultáneamente a otra de signo contrario: la catalogación de todos los puestos de trabajo de los colegios como bilingües, una medida burlada en ocasiones por la moratoria mencionada. El caso de los institutos no presenta estas contradicciones, porque ni tienen los puestos de trabajo debidamente catalogados ni se exige al profesorado ningún conocimiento del valenciano para ocuparlos con carácter definitivo. Si se pueden impartir las clases en valenciano es por pura voluntad profesional y por el azar que reúne el profesorado necesario durante un tiempo determinado. En este contexto, la consejería repite sin cesar que gasta mucho dinero en formar al profesorado. Es más cierto que ella misma ha creado un saco sin fondo porque nunca tendrá el profesorado que necesita mientras no se exija el conocimiento de ambas lenguas oficiales para acceder al sistema educativo. Ni siquiera sabe cuántos profesores ni quiénes tienen la formación lingüística requerida voluntariamente.
Poner un poco de orden en este desaguisado no debería depender de pactar primero la norma. Porque mientras a Eduardo Zaplana no le interese pactar para sí mismo tal obviedad, el sistema educativo vivirá al ritmo del matalafer: 'fer i desfer...' El presidente está esperando pacientemente a que nos consuma la frustración. Continuaremos pidiendo pacientemente el requisito lingüístico.
Vicent Esteve forma parte del secretariado del STEPV.
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