¡Viva la República!
De no haber sido por el golpe militar de 18 de julio de 1936, la Niña cumpliría hoy 70 años. Desde entonces, los zigzags de la historia han venido a ratificar el pronóstico de Manuel Azaña, en el sentido de que el futuro de la democracia en España no iba a pasar por los hombres y las fórmulas políticas de aquella década. La democracia parece asegurada en un régimen de monarquía parlamentaria y casi nadie piensa en reactivar las tensiones que culminaron en la Guerra Civil.
A pesar de ello, el olvido de la República resulta excesivo. Según recordaba hace poco el historiador Antonio Miguel Bernal, fue casi inmediata la pretensión de los sublevados de borrar para siempre el régimen republicano y su memoria; ya en agosto de 1936 un destacado colaborador de la sublevación, el militar del cuerpo jurídico Felipe Acedo Colunga, advertía sobre la necesidad de hacer tabla rasa con todo lo que evocara al periodo republicano. Con normas y con actos el franquismo cumplió esa exigencia a rajatabla en sus cuatro décadas de existencia política. Salvo la estatua de Castelar en la Castellana y algún que otro superviviente por despiste o ignorancia en el callejero, los hombres y los símbolos republicanos pasaron al inframundo, a ese mismo 'infierno' en que quedaron recluidos los periódicos y libros demócratas y socialistas, cuando no fueron pura y simplemente destruidos. Y como para Franco el Mal residía originariamente en el liberalismo, ni Torrijos ni Mendizábal, ni siquiera Olozaga y Espartero, se salvaron de la depuración. En su filme autobiográfico Raza, Franco fijó la pauta a que respondería invariablemente la visión oficial de su régimen: en cuanto proceso político, la República carecía de existencia propia; era simplemente el marco dentro del cual se desarrollaron sin obstáculo alguno las fuerzas destructoras que en una coyuntura apocalíptica hicieron imprescindible la Cruzada. Por eso la quema de conventos se convirtió en emblema y único protagonista de cinco años de vida de España.
La condena de la memoria republicana y obrera se mantuvo hasta las postrimerías del régimen. Cuando ya hasta Lenin era editado, y por un montaje semiestatal, escribir sobre un dirigente socialista llevaba al Tribunal de Orden Público. Lógicamente no por el contenido, sino por lo que tenía de símbolo de una corriente política proscrita. Al morir el dictador, las cosas cambiaron por un tiempo, pero muy pronto la renuncia a la República -recordemos el célebre cambio de bandera en el PCE- se convirtió en el precio a pagar por la conversión de la monarquía de don Juan Carlos a la democracia. Por fin, ese precio se hizo aún más alto al atribuirse al Rey el mérito de la desarticulación del 23-F. La bandera de la República pasó a ser símbolo de desestabilización y únicamente el innegable valor de sus escritores ha evitado que el revisionismo de la historiografía posmoderna recuperase plenamente el juicio peyorativo pronunciado antes por el franquismo.
En todo caso, la significación de la República tiende a ser minimizada por contraste con la exaltación de un pasado monárquico al que se identifica abusivamente con la esencia de la nación. Sirva de ejemplo el volumen colectivo publicado por el Centro de Estudios Constitucionales con el título Símbolos de España, que muy pronto recibirá el Premio Nacional de Historia. Dejando de lado el interminable apartado heráldico, síntoma ya del arcaísmo del enfoque adoptado, tanto en la historia de la bandera como en la del himno el componente republicano resulta marginado y reducido a la esfera institucional. Especialistas como Alberto Gil Novales recopilaron hace tiempo las distintas letras del Himno de Riego, hay estudios sobre los intentos de cambio de himno en la Segunda República, la Marsellesa intervino en momentos cruciales como himno, con letras en castellano y en catalán, para expresar el sentimiento republicano. Todo eso queda fuera de esta crónica oficial del Reino, y por ello, si el lector desea conocer temas tales como la génesis de la bandera tricolor, más vale acudir al estudio de Carlos Serrano, cuyo título -Señas de una identidad conflictiva- es tan elocuente como el retrato a toda página de don Juan Carlos que preside este galardonado libro. Las amputaciones, que alcanzan también a los aspectos de la simbología nacional no institucionalizados, indican que, para los realizadores de este estado de la cuestión sobre los símbolos de España (en realidad, del Estado español), la República constituye una desviación de la trayectoria central de nuestra evolución histórica.
Ahora bien, el vacío republicano no es sólo observable en la literatura de exaltación monárquica. En un medio más abierto a la sociedad como el cine, apenas cabe apreciar la huella de la Segunda República en las producciones del último cuarto de siglo. Es cierto que una de ellas, Belle époque, sitúa la acción en el momento de cambio de régimen, en 1931, y por lo menos deja al público un sabor optimista. Pero, más allá de ese clima, igual que sucediera con El año de las luces, el telón de fondo histórico apenas incide sobre el despliegue de la comedia. Además, los reaccionarios son inofensivos y hasta el cura tiene la buena idea de suicidarse. Ni Segura ni Gomá siguieron ese camino. Alguna vez he hecho referencia a otra falsa evocación republicana, la de Garci en Volver a empezar, donde el buen exiliado con aire de Sender había sido antes del 36 admirador de Cole Porter y jugador de fútbol, sin seña política alguna. De hecho, servía sólo para dar un 'viva el Rey' telefónico en una ciudad de Gijón donde todo resto de republicanos o gente de izquierda había sido borrado. E incluso cuando un autor como Carlos Saura insiste una y otra vez, desde ángulos diversos, en sacar a la luz la violencia del franquismo, al hacerlo en tiempo de guerra, o la República como tal está ausente, salvo como objeto de destrucción (¡Ay, Carmela!), o es estimada peyorativamente, caso del guión de ¡Esa luz! Salvo alguna contada excepción, del tipo de La lengua de las mariposas, de José Luis Cuerda, únicamente las series y los reportajes sobre personalidades de la cultura republicana, con García Lorca en primer plano, recuerdan al espectador que la República fue algo más que un caos, prólogo de la Guerra Civil.
Fue mucho más que eso. La Segunda República marcó un paso decisivo en la consideración de los españoles como ciudadanos de una democracia, y además, al asociar cambio político y reformas sociales redistributivas, se situó en el espacio de la modernidad desde el cual emerge la noción de ciudadanía social. Ciertamente, no pudo controlar una conflictualidad muy intensa, común a otros países europeos en la trágica coyuntura de los años treinta, pero incluso en los momentos de mayor barbarie hubo prohombres republicanos y líderes obreros que supieron oponer su grito de la razón a las fuerzas de la violencia desencadenadas. Los nombres de Manuel Azaña, Fernando de los Ríos, Indalecio Prieto, Juan Peiró, Melchor Rodríguez, entre otros, dejaron un legado imborrable en medio de los desastres de la Guerra. La Segunda República constituyó un ensayo de modernización de la sociedad y de la cultura españolas, con aportaciones emblemáticas tales como la política de enseñanza, el sufragio universal para ambos sexos, el divorcio, dentro de una vocación general de cambio que explica el apoyo de los intelectuales y el brillante desarrollo de una cultura asociada a los valores de la izquierda. Sin olvidar lo que representa el título primero de la Constitución de 1931 como antecedente del actual Estado de las autonomías. El desenlace fue trágico, como también lo fue para otros países europeos de nuestro entorno; sólo que aquí la victoria del fascismo se prolongó durante casi cuarenta años.
Por otra parte, tal y como ha explicado Philip Pettit, el republicanismo es hoy algo que supera la simple defensa de una determinada forma de gobierno. Implica la preferencia por un Estado pluralista, fundado en el ideal de no-dominación, del cual resulta excluida toda posibilidad de interferencia arbitraria por parte del Estado y donde la pluralidad de grupos y minorias étnicas sea atendida por medio de un complejo de políticas destinadas a proteger la diferencia. Es muy posible que las concesiones hacia la galería en el plano del imaginario monárquico, cada vez más intensas en nuestro país, se queden en eso: en una simple estrategia de poder de grupos e individuos con una nostalgia que calificaríamos de vasallática. Ahora bien, debe asimismo quedar claro que sin la preeminencia de los principios de isonomía y de igualdad ante la ley, y la exclusión de todo privilegio arbitrario, el republicanismo vuelve a aparecer como opción política necesaria.
Antonio Elorza es catedrático de pensamiento político de la Universidad Complutense.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.