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Columna
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Abril

Las primaveras vienen en todas partes con la obligación impuesta de alumbrar novedades. Explota lo vegetal, se extasían multitud de aves en sus pulsiones reproductoras, y hasta los mamíferos superiores caemos en la astenia víctimas del hervor ancestral de la sangre. Pero abril, entre sus muchas locuciones y refranes sentencia juiciosamente que En abril, no li toques la raïl, refiriéndose a que en ciertas comarcas y cultivos durante ese mes no es conveniente ni cavar ni remover el suelo de los sembrados so pena de echarlos a perder.

Pues bien, aquí, siervos de atavismos estacionales y herederos de la impregnación que dejó nuestro sino agrícola de siglos, en abril, cuando el letargo invernal despierta a caballo del anodino mes de marzo, parece como si toda la paramiología se desplegase en comandita y en abrupta contradicción, llevando a abril a un impúdico arado de raíces cuyo objetivo final, impensado pero no evitado es la ruina de los cultivos. Empezó abril con un ciclo de mesas redondas para liquidar lo que aún pueda quedar de prestigio en el non-nato proyecto de la AVL, y siguió con nuevos derrotes del conseller de Cultura contra algunas, casi todas las universidades valencianas por el recurrente, sabroso, productivo y multiusos asunto de la lengua propia de los valencianos, se añadió rápidamente al arado la negativa de la Diputació de València a alquilarle la plaza de toros de Valencia a ACPV con las excusas del año pasado subidas de tono, y se lió el rifirrafe de rigor a varias bandas, con un festival de descalificaciones donde el viejo recurso metafórico de tildar de jomeinismo a las actitudes integristas en materia identitaria, ha sido sustituido por el oportunista de talibanes, ahora que esos bestias vestidos con harapos disparan contra las piedras labradas, que es hacia donde se dispara cuando no queda gente disidente a quien matar.

Si el juicioso y sentenciero sabio rural colectivo recomendó no tocar las raíces en abril, los descendientes de aquella sincrética cultura agraria parecemos tan irrespetuosos con el legado, que esperamos ávidos la llegada de las golondrinas para arrojarnos al vodevil no de arar irresponsablemente los campos donde las tiernas raíces de la planta de nuestra identidad endeble pueden verse yuguladas, sino a la vorágine de los perros truferos, emborrachados con el perfume irresistible de bulbos subterráneos con gran valor emotivo para propósitos políticos de pura, inmediata y estricta rentabilidad particular.

Cuando leo u oigo a opinantes que pontifican ebrios de verdad que aquí no hay nada que pactar, que todo está bien como está, y que no vale la pena apostar nada por nadie ni en ninguna parte porque no hay la menor intención de ceder nada de la irreductible posesión del dogma que aqueja a unos más que a otros, me asalta una duda terrible: ¿Estaré perdiendo el tiempo cuando predico a mis alumnos de Ciencia Política que la única virtud, de verdad, del régimen democrático, es que propicia acuerdos y supera abismos, y que cuando un régimen que se llama democrático no es capaz de resolver satisfactoriamente las grandes controversias de la sociedad, se convierte en una caricatura de sí mismo?

Porque, esta diversión reeditada de invadir los sembrados en abril para dejar maltrechos los incipientes, escasos y endebles puentes entre las riberas del río identitario que baja hacia la nada más podrido que el Segura parece desmentir mi precario optimismo democrático.

vicent.franch@eresmas.net

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