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Columna
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Flamenco

Nunca sabemos cuál es el último tramo del camino, ni dónde estuvo la mitad. La sola referencia cierta es el comienzo y lo demás el tozudo tejer de la existencia. Ignoramos si las cosas pasan sobre nosotros o nosotros cabalgamos sobre ellas, cuánto cambia el paisaje o cómo derivamos entre los límites de nuestro entorno. La crepuscular es edad de repaso, de indulgencia, recapitulación, rescate de la espuma de nuestros recuerdos. Tras una larga pausa temporal, por mera casualidad, encontré a una vieja amiga, residente ahora en su ciudad natal, de la que vuelve a Madrid cuando los ruidosos paisanos revientan tracas y cohetes festivos durante varios días seguidos. Una dama, sumamente atractiva, viajada en tiempos sedentarios, con la difusa cultura de las mujeres de mundo entre cuyas cualidades figuraba saber escuchar o fingir que escuchaba lo que se dijera en su cercanía.

Debió ser en una primavera de los años sesenta, cuando comenzaban a restañarse las costuras de las guerras y privaciones que aquellas gentes padecimos. La recuerdo pilotando por las calles de esta ciudad un Morgan o un MG rojo, biplaza, tocada con un sombrero hongo de paja, el foulard al viento, un jersey de cachemir sobre la blanca camisa de hilo, saliendo del automóvil deportivo con generoso descuido hacia su lencería. Una armoniosa sinfonía rubia natural. Quizá como rescate de épocas tristes y sombrías muchos madrileños se encontraban dispuestos a encadenar diversiones nocturnas y amortizar pesadumbres. En la ciudad proliferaban las boîtes, las salas de fiestas (que eran otra cosa), las terrazas, los jardines con atracciones y bailoteo, la acolchada penumbra de los boleros y las casas de citas clandestinas, como deben ser. Y los colmaos que se improvisaban en lugares aislados de las afueras, aparte de algunos recintos consagrados en Centro. Hace más de treinta años hubo una bocanada de folclore andaluz y se puso de moda en la meseta el baile y el cante flamencos. Hubo un brote más cercano, cuando las clases dirigentes españolas se lanzaron, como locas, en los ochenta mediados, a bailar sevillanas, levantando los brazos y armándose unos líos tremendos con las piernas, con los millones y con el pelotazo.

En el tiempo al que me refiero éramos más tranquilos y expectantes: el cante jondo propagaba su rica variedad, pero el protagonismo era de las bailaoras, los cantaores y los guitarristas. Poco a poco explorábamos en la espesura de los fandangos, la serrana, la debla, el triste son del cante de las minas y, sobre todo, al menos en mi caso, el inagotable tesoro de las letras, ida y vuelta entre la sabiduría popular y el caletre de los poetas, sorbiendo las coplas de Juan Breva, Silverio, Chacón, Marchena, el eco vivo de Pepe el de la Matrona o de Manolo Caracol. La calle de la Victoria y aledaños de la Puerta del Sol eran los puntos de contratación del personal, que se dejaba ver hacia las ocho de la tarde y con quien se ajustaba el precio y se convenían los encuentros en aquellos singulares locales o en el domicilio de quienes disponían de espacio, benévolo vecindario y medios de fortuna, para meterse en juerga.

La expresión hubiera desorientado al forastero: 'Luego tenemos un flamenco'. Y también: 'El flamenco de anoche fue muy largo; apenas he podido descansar'. Los artistas desplegaban sus facultades y nosotros íbamos a escuchar, a ver y a beber. Apenas empezaba a consumirse el whisky, sino vino de Jerez, en cantidades alucinantes.

En ese ambiente me inició la vieja amiga, en cuya compañía consumí el otro día unas horas de nostalgia. Cambiamos recuerdos, bastante imprecisos, todo hay que decirlo, como si hablásemos de otras personas, preguntándonos por qué demonios reincidíamos en aquella actividad nocturna, como si fuera una ocupación extra, compartida con el duro trabajo cotidiano.

'A mi me aburría mucho', me confesó, 'porque entendía muy poco y no conseguí enterarme bien de su complejidad, ni era capaz de saborear los matices, que tan a fondo parecían conocer y disfrutar todos. Llegué a perder el interés por ver, cada noche, cómo aquella alegre tropa se ponía ciega de comer jamón y hartarse de manzanilla'. Yo también he tardado más de un cuarto de siglo en admitirlo. Fue la era del flamenco.

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