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Companys y la caverna

La reciente decisión del Ayuntamiento barcelonés de añadir el nombre de Lluís Companys a la denominación oficial del estadio olímpico de Montjuïc ha exteriorizado de nuevo uno de los rasgos más llamativos del tratamiento público de nuestra memoria colectiva: me refiero a la tenaz hostilidad, al rencor enfermizo que ciertos sectores de la política y de la sociedad catalanas siguen cultivando, seis décadas después de su muerte, hacia la figura del político republicano.

En el caso del estadio, ese rencor póstumo ha sido capaz de bloquear el asunto durante nada menos que 13 años. En efecto, fue en 1988 cuando no un reducto de victimistas nostálgicos, sino el sindicato Comisiones Obreras propuso dar el nombre del presidente Companys al escenario central de los futuros Juegos de 1992. Como ha escrito estos días Joan Coscubiela, 'la propuesta no fue considerada políticamente correcta'; temiendo suscitar una polémica que empañase los fastos olímpicos, se cedió al veto tácito de la derecha y la iniciativa quedó sepultada. Incluso después de que, alrededor del 60º aniversario del fusilamiento de Companys, el asunto reapareciese en la agenda municipal, ha debido vencer las inexplicables dilaciones y reticencias del alcalde y de miembros del grupo socialista antes de llegar, el pasado viernes, a la aprobación en el pleno con el consenso del PSC, Esquerra, Iniciativa y CiU.

Frente a este bloque, el Partido Popular ha preferido la coherencia a la generosidad, ha dado prioridad a sus raíces ideológicas y sociológicas sobre los dictados de la mercadotecnia y ha votado 'no' por 'desacuerdo con la trayectoria política de Companys', mientras, en un rasgo de humor negro, sugería como nombre alternativo para el estadio el de... Juan Antonio Samaranch. La junta del RCD Espanyol, por su parte, se empeñó en hacer buenos los tópicos extradeportivos que persiguen a la entidad y, desperdiciando una ocasión de callarse, se ha declarado 'molesta' y 'descontenta' ante el cambio de denominación.

La fobia anti-Companys, sin embargo, no agita sólo las aguas superficiales de la política; es más profunda. Hace un par de meses, y en una página que el semanario eclesiástico Catalunya Cristiana justificó como publicidad, un tal Francesc A. Picas suscribía una requisitoria tan feroz como sesgada e injusta contra la figura histórica de quien presidió la Generalitat entre 1934 y 1940. Usando la retórica más apolillada del ultramontanismo nostrat ('...el ateísmo corruptor que intentaba desarraigar el cristianismo del árbol de la patria...'), el señor Picas imputaba a Companys las mismas culpas ('proclamó la Revolución', 'armó a los milicianos...') que sirvieron, en la parodia judicial de octubre de 1940, para llevarlo al paredón, y legitimaba su asesinato legal con un lacónico 'fue fusilado, como él a tantos había hecho fusilar antes'. Sobre su labor moderadora de desmanes, salvadora de vidas, reconstructora de la legalidad durante la guerra civil, ni una palabra.

No, Companys no fue perfecto; la perfección es cosa de los santos para quienes crean en ellos. Si los próceres y los héroes, los personajes-símbolo, tuviesen que ser perfectos, las plazas públicas del mundo entero estarían huérfanas de estatuas, desiertas de monumentos; en cambio, descontados los aventureros y los matarifes, esas plazas rebosan de esculturas o efigies de hombres y mujeres que cometieron errores y padecieron fracasos, que tuvieron flaquezas e incluso se vieron superados por los acontecimientos; pero que, en unas circunstancias concretas, plasmaron con su conducta, con su acierto o con su sacrificio la dignidad o el destino de un grupo, de una clase social, tal vez de un país entero. Por ello, las generaciones venideras les han considerado memorables.

Pues bien, Lluís Companys es de éstos, no sólo ni principalmente porque, como ha escrito algún editorialista bienpensante, 'un bello morir honra toda una vida'. La vida de Companys no tenía nada de deshonroso que fuese necesario redimir con una muerte heroica; muy al contrario, fue una vida de compromiso político y social con la democracia y con los derechos de los trabajadores, arrostrando por ello hasta una quincena de encarcelamientos en cuatro décadas. Fue una trayectoria en el curso de la cual iría asumiendo gradualmente el bagaje del catalanismo y ejerció con disciplina cuantas responsabilidades institucionales le correspondieron: concejal, diputado a Cortes, gobernador civil, ministro, presidente del Parlamento catalán y, después, de la Generalitat. Una vez ahí arriba, y desbordado por la peor crisis colectiva de todo el siglo XX catalán y español, Companys hizo cuanto pudo, trató de preservar la institución que presidía, y confesó sin pudor su sufrimiento ante el desastre: 'Hemos vivido jornadas que nos han golpeado y hemos asistido impotentes en la acción, pero nunca callados, ni el primer día ni nunca, pero impotentes en la acción, al proceso de absurdos, de infantilismos, de virtudes, de heroísmos, de ilusiones, de desengaños, de neurosis colectivas por el que pasan los pueblos cuando, en el curso de la historia, surgen grandes conmociones...'.

Todo esto, en fin, está archiexplicado por la historiografía solvente. Hace tres años, el maestro Josep Benet publicó, sobre la inicua venganza fascista de 1940, su espléndido libro La mort del president Companys. En 1999, la Generalitat editó en facsímil el expediente completo del consejo de guerra sumarísimo celebrado en Montjuïc... Lástima que Santiago Fisas, Francesc A. Picas y compañía no lo hayan leído y sigan abrazados a cuatro tópicos reaccionarios. ¿Lástima? O quizá no: después de todo, si un homenaje a Companys en pleno 2001 incomoda tanto a la carcundia local, es señal inequívoca de que su figura constituye aún un símbolo eficaz de emancipación individual y colectiva. A él le enorgullecería saberlo.

Joan B. Culla es historiador.

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