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Columna
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Memoria

¡Virgencita, que me quede como estoy! Eso está diciendo ahora todo el personal que, después de casi cinco meses, prácticamente sin interrupción de agua, ve salir el sol de abril. Ya era hora.

Además este sol pica trayendo evocaciones veraniegas, aquí donde el verano comienza a partir de Semana Santa y las ferias correspondientes y dura, por lo menos, hasta el mes de octubre. Seis o siete meses de alegría para el cuerpo: la vista, olfato, oído, tacto y gusto disfrutan en esta cálida tierra con una medida más que elástica apoyándose, después de los trabajos de cada cual, en la pacífica siesta dormida después de tomar la tortilla de patatas, el bistec empanado y la otra columna: el gazpacho, soberano señor de los frigoríficos andaluces, centro pagano donde todos peregrinan a cualquier hora de los días calurosos y las noches insoportables.

Este plato, mundialmente conocido y por tantos venerado, se compone fundamentalmente de tomate, pimiento, ajo, sal, aceite y vinagre. Hay quien le pone otras cosas, pero se puede decir que con los arriba citados ingredientes se hace una buena sopa fría andaluza.

Claro que tendrá que mirar el cocinero el género que usa, porque ahora los tomates no se cultivan; se fabrican bajo superficies de plástico, donde a base de abonos, pesticidas y riegos más parecidos al suero de los enfermos en los hospitales que a las antiguas acequias, que tan bien regaban a los otros componentes vegetales de esta sencilla especialidad gastronómica. Gracias a la química se producen en cantidades industriales. Algo así como el haba mágica que llevó al personaje infantil a quitarle los tres pelos al ogro.

Ocurre lo mismo con todos los demás elementos del menú: aceites refinadísimos, el vinagre es ácido acético coloreado, los huevos artificiales, patatas fosfatadas y el filete de vaca loca.

Esta es la alimentación a la que conduce la cultura urbanita del supermercado, primero, y de las grandes superficies después. La que hace que se compre leche desnatada, todas lo están, agua que ayuda a adelgazar, ahórrese una pasta y bébala del grifo que hace lo mismo, copos de maíz transgénico que tiene, entre otras, la propiedad de mitigar, e incluso anular, las defensas frente a la agresión de diversos microorganismos patógenos. La verdad, un asco.

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Y es que los grandes productores son también los grandes especuladores. Tienen muy pequeñitos sus escrúpulos, algunos han conseguido extirpárselos por completo a costa de engordar su cuenta corriente bancaria, dando a los consumidores, triste palabra, el mínimo esfuerzo con el mayor rendimiento en un precio ajustado. Al coste de aquello que también el cómodo cliente puede pagar sin marearse demasiado escogiendo, como ocurre en el campo o en los pequeños mercados rurales.

Aún queda gente, los de más edad y mejor gusto, maldiciendo la memoria que les hace recordar aquellas texturas y sabores antiguos disfrutados durante tantos años hasta que tuvieron que trasladarse a la capital de los grandes almacenes para cuidar a su nieto, bebé probeta.

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