La guía como obra de arte
Podemos saber mucho de los países y de su historia con la sola contemplación de los mapas. Nos informamos, de entrada, acerca de su antigüedad o su modernidad. Los países nuevos, fruto de las descolonizaciones, acostumbran a depender de las geometrías trazadas en los gabinetes. Todo un continente, África, es la consecuencia de la geometría colonial, pero también es fácil de comprender el significado de la perfecta línea que separa Canadá de Estados Unidos y de las nítidas separaciones interiores de este país. Las fronteras antiguas, por el contrario, son más geológicas que geométricas y atestiguan las huellas del tiempo. Los mapas son las huellas de la historia, aunque en igual medida podría afirmarse que son auténticos archivos del pasado y fuente de presentimientos para el futuro.
En ocasiones, el plano de una ciudad no pone ante nuestros ojos su transparencia, sino una obstinada voluntad de camuflaje, que es su forma de expresión
Esto es todavía más evidente con los planos de las ciudades que constituyen, a menudo, exactas radiografías de su espíritu, de sus ambiciones y luchas. La ciudad medieval, con sus murallas, nos introduce en las tensiones feudales, de la misma manera que los grabados y pinturas de la ciudad renacentista reflejan casi siempre las dificultades de un mundo en transición desde todo punto de vista y, por consiguiente, también en el orden urbanístico, según expresó magistralmente Leon Battista Alberti.
No es menos diáfano el esqueleto de la ciudad moderna tal como lo vemos dibujado en las reformas urbanas de los siglos XIX y XX. Derribados los exteriores, las murallas se hacen internas y materializan otro tipo de interrogantes y respuestas. La lectura de los planos de una ciudad nos revela buena parte de su talante: los planos del París de Haussman, de la Viena de la Ringstrasse, de la Nueva York de la Gran Manzana o del Moscú de Stalin no son sólo planos urbanísticos, sino encarnaciones artísticas de ilusiones, convicciones y frustraciones alimentadas en cada una de estas ciudades.
A este respecto, el plano de Barcelona es casi ejemplar pues transparenta unos estratos históricos muy bien esculpidos. Cuando hace un par de años Ramon Soley publicó un atlas que recogía en imágenes la evolución de la ciudad, desde 1572 a 1900, el balance de las transformaciones era tan nítido que parecía que una mano invisible hubiera escrito con el idioma de las calles y de los edificios la crónica social, económica, política y religiosa de la ciudad.
Quizá en el siglo XXI cualquiera de estas ciudades quede anegada en el magma de la megápolis global y no podamos ya averiguar nada de su espíritu mediante la observación de sus estructuras, y un solo plano confuso e inmenso sirva para todas las grandes capitales demográficas: así sucede ya, prácticamente, con São Paulo, México, El Cairo o Shanghai. Antes de este remolino -tal vez evitable como fruto de una inesperada sensatez-, hoy todavía somos capaces de leer en la piel de muchas ciudades, sobre todo antiguas.
En ocasiones, no obstante, el plano de una ciudad no pone ante nuestros ojos su transparencia, sino una obstinada voluntad de camuflaje, que es en definitiva su forma de expresión. Lógicamente, esto ocurre con mayor contundencia en las ciudades continuamente habitadas desde hace milenios y en las que esta condición ha dificultado siempre las reformas drásticas. En ellas, la superposición de laberintos urbanos encierra las huellas de cultos, imperios, devastaciones y renacimientos. Ocurre en Damasco.
De un modo muy especial ocurre en Roma, ciudad proteica por excelencia, de la que no puede trazarse un único plano porque continuamente crece hacia el pasado, que es la dirección más imprevisible. Tampoco puede ponerse carne al esqueleto de Roma en forma de una guía con grandes pretensiones abarcadoras. No conozco ninguna ciudad tan irreductible a las guías turísticas como Roma, siempre desbordada más allá de sus límites y tan dada a los excesos míticos que es impensable recluirla en la epidermis recortada de la realidad. Roma es tan voraz que ha exigido para sí misma todo un capítulo de la historia de la literatura que han nutrido los escritores-viajeros: Montaigne, Chateaubriand, Goethe, Stendhal.
La única posible guía de Roma es una suerte de guía oblicua que respete el enigma del laberinto y trate de acceder a su corazón por trayectos más imaginativos que pragmáticos. Dado que dominar la ciudad es imposible, hay que aceptar el naufragio y, producido éste, con los inevitables callejeos extenuantes y erráticos, agarrarse a la tabla de salvación que nos pueda ofrecer un fragmento de la vida romana. Hay quien trata de salvarse por el cielo, a través de las cúpulas, o por el subsuelo que respira en las excavaciones; hay quien bucea ansiosamente en la historia política de la ciudad o quien cree -como Federico Correa- que únicamente el registro familiar de los papas a lo largo de los siglos concede la llave para penetrar en las arquitecturas romanas.
Sin embargo, para hacer esta guía oblicua no vasta con vivir en Roma. Uno debe ser vivido por la ciudad, lo cual, con pocas excepciones, no redunda en un fin práctico. Por eso es un acontecimiento que Valentí Gómez i Oliver haya publicado Roma. Paseos por la eternidad (Barcelona, Apóstrofe, 2001), un libro destinado a poner un poco de orden en el exuberante caos romano.
Claro está que Valentí Gómez, un 'vivido por Roma' -30 años de estancia pero, por encima del tiempo, un estilo-, no ha caído en ningún momento en el riesgo de la exhaustividad, inútil siempre, pero todavía más en una ciudad en la que se necesitan varias vidas para agotar uno solo de sus barrios. Estos paseos por la eternidad, al contrario, siguen un camino opuesto, marcado más por la espesura de la evocación que por la superficialidad del uso.
Para ello el autor asume la única metodología posible, bien descrita como 'mal de la calle'. Cualquier viajero apasionado percibe este síndrome que se apodera de él cuando llega a aquel lugar desconocido que ha ansiado conocer durante años. El 'mal de la calle' nos hace lanzarnos por una ciudad, desde la misma hora del arribo, con una furia que quisiera abarcarlo todo en el menor tiempo posible, sin por eso perder el disfrute sosegado de cada detalle.
El problema es que Roma exige este 'mal de la calle' permanentemente, cada día, en cada retorno. El gran hallazgo de Valentí Gómez es aceptar esta circunstancia y convertirla en premisa de su libro: guía, pero también tratado; tratado, pero también devocionario y manual de instrucciones fantasiosas.
Si las guías habituales organizan las visitas de los turistas en 'días' -aberración que otorga a una ciudad uno, dos o pocos días-, Valentí Gómez propone sabiamente jornadas, itinerarios abiertos hacia fugas casi infinitas en las que la memoria y el mito se cruzan continuamente hasta constituir un relato que es simultáneamente trampa, juego y acicate. 'Se cuenta que Miguel Ángel fue a visitar a Rafael y, como no lo encontró, le pintó una preciosa cabeza, singular tarjeta de visita en una sala todavía hoy visible. ¡Refinadas bromas renacentistas!'. Y romanas.
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