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Casas, cosmopolita y local

Que Ramón Casas tenía un excepcional talento para el dibujo y la pintura lo reconocieron sus contemporáneos aunque no les gustara ni su pintura ni los temas que trataba. Habían de pasar cien años para que los catalanes estuvieran dispuestos a perder toda una mañana de domingo para complacerse con la obra del pintor.

Ciertamente a los coetáneos de Casas les gustaban los pintores de la escuela de Olot, no esa pintura bohemia y naturalista que tan a menudo se detenía en escabrosas descripciones y en temas tan alejados del mundo catalán, tan conservador en los gustos y en los hábitos. Ciertamente debía parecerles un afrancesado, porque afrancesados eran los cuadros que traía de París para exponer en la Sala Parés, aunque los temas fueran castizamente españoles.

A los 15 años, en 1881, Ramón Casas viajó a París y allí se instaló para asistir a las lecciones del que debería ser uno de sus maestros: Charles Durand. Pintor de Lille que vivía obsesionado por todo lo español: por la pintura, por el mito y por el carácter vital que se manifiesta en la pintura de Velázquez, Zurbarán, Murillo y Goya. Era tal la fascinación de Durand por lo español que se construyó un ascendente hispano y tomó el nombre romántico de Carolus-Durand. Su pintura emulaba la de Velázquez con esa pincelada ligera e indeterminada, de tonos grises y sepia que mantiene una transparencia y un dinamismo que fue emulado, a su vez, por sus más conspícuos discípulos: John Silver Sargent y Ramon Casas.

El tema de lo español era un lugar común en la pintura francesa del XIX. El místico, el gitano, el pordiosero, el cantaor, la manola, los toros y los toreros, etcétera, fascinaban a los viajeros franceses que los habían visto representados en la ingente cantidad de pintura (Zurbarán, Murillo, Valdés Leal, El Greco) que las tropas de Napoleón se llevaron del país como botín de guerra al retirarse a Francia, después del fiasco de la Guerra de la Independencia. También habían podido apreciar la elegante factura y el romanticismo del color local en la pintura que compraron los expertos, por cuatro reales, para Luís Felipe de Orleans, el nuevo rey de Francia, en Sevilla, en Madrid y en otras ciudades españolas.

Cuando Ramón Casas llegó a París hacía varios años que Manet había dado muestras fehacientes de su hispanismo; con el Torero muerto, Lola, El cantaor, etcétera, manifestaba, como tantos otros pintores franceses, el magisterio de Goya y de Velázquez, así como la moda de todo lo español que había introducido la emperatriz Eugenia de Montijo, con su séquito de madrileñas y sevillanas castizas, que se mantuvo incólume incluso después de la Comuna y con la instauración de la República.

Desde su academia Carolus-Durand instruía a sus discípulos en el arte, severo y elegante, de la pintura española del Siglo de Oro, y, como hiciera con el pintor americano Sargent, de quien se decía que 'pintaba como un español', descubrió a Casas el secreto de Velázquez y de Goya y le emuló para seguir su magisterio. Pero París no era únicamente la ascética práctica de la pintura. París era, sobre todo, la modernidad. Es decir, la vida urbana de la ciudad industrial, la multitud anónima, las construcciones de hierro, los grandes bulevares, los movimientos obreros, los interiores burgueses, la bohemia, la vida nocturna y el impresionismo; aquella representación de la realidad que debía recogerse tal como se manifestaba, en su dinamismo y su inestabilidad. Y del mismo modo que Gauguin y Van Gogh tuvieron a Albert Aurier, que les dio motivos para perseverar en su empresa, Rusiñol y Casas tuvieron a Raimon Casellas, que les hizo perseverar en las suyas.

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El talento de Ramon Casas supo sintetizar todos estos elementos heterogéneos, de orígenes diversos e incluso contrarios, en una propuesta que mostraba sus orígenes, y que al mismo tiempo los trascendía, gracias a su paleta colorista y monócroma, estricta y rutilante, y a ese trazo vigoroso y evanescente que podía mostrar la sutileza de un rictus de la boca y la atmósfera gélida de un descampado. Gracias también al punto de vista que reorganiza las formas de la realidad en unos espacios donde la retina parece reposar, como en Un pati o Interior a l'aire lliure, y que en otros ejerce una sutil violencia que obliga a que intervenga el entendimiento, como en ese excepcional Bal du Moulin de la Galette, que habría hecho feliz a Orson Welles en su manía de incluir en la escenografía los techos de las habitaciones donde se desarrolla el drama.

El mundo plástico y narrativo de Ramon Casas es un mundo mediterráneo y nórdico, cosmopolita y local, doméstico y urbano, burgués y bohemio, naturalista y simbolista, clásico y moderno. Mantenía su ascendente catalán, meridional y castizo (que a su vez estimuló el de Romero de Torres y el de Sorolla y el de Zuloaga) y que simultaneaba con el francés, brumoso y sublime, de Carrière y de Monet. Sus temas burgueses, confortables y publicitarios, siempre han estado presentes en el imaginario artístico barcelonés y en la actual exposición del MNAC, que supone la revisión de su obra, el espectador, a cien años de distancia, puede comprobar el modernismo y la tradición de una obra que suscita una merecida complacencia y permite contemplar obras de colecciones particulares, en una impecable instalación que obliga a nuevas consideraciones. A los coetáneos de Ràfols-Casamada, de Tàpies o de Hernández Pijoan, y de tantos otros, les da una gran satisfacción la pintura de Casas; como a los coetáneos de Ramon Casas les sobrecogían los pintores de la escuela de Olot. Tal vez deban de pasar cien años para que uno reconozca a los que fueron sus contemporáneos. Ojalá haya tantas horas de espera para contemplar la exposición de Joan Brossa, en la Fundación Miró.

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