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Columna
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El rompeolas

Elvira Lindo

Había algo que les llamaba mucho la atención a los americanos que venían a España. El avión descendía y aterrizaba en esta tierra marrón, áspera, de la que ha nacido una ciudad que se convirtió, como dijo Machado, en el rompeolas de todas las Españas. Pero el extranjero que llegaba a nuestra ciudad no advertía la diferencia entre un manchego y un catalán que vivieran en Madrid, porque mal que nos pese, de cara a un americano, por ejemplo, los ciudadanos españoles nos parecemos mucho, no sólo en que con frecuencia somos morenos, de ojos marrones, de piel aceitunada, y no demasiado altos con respecto a otros países europeos, sino en la forma de mirar, que nos distingue mucho en el mundo, ese mirar de frente y sostener la mirada sin que sea chocante.

En los autobuses urbanos de Estados Unidos no se mira nadie, y, si dos miradas se cruzan, inevitablemente enseguida se intenta deshacer la tensión con una sonrisa de compromiso. No solamente se distingue a la perfección a un español que pasea por la Quinta Avenida por su talla y su rostro, también lo reconocemos por su forma de ir por la calle, atento a lo que ocurre a su alrededor, curioso ante el paisaje humano, sin considerar que esa curiosidad sea vergonzante.

El americano que llegaba al aeropuerto de Barajas no distinguía las diferencias sutilísimas que nosotros apreciamos a veces entre la cara de uno de Bilbao y la de uno de Jaén. El extranjero veía una ciudad de individuos que se parecían muchísimo, cortados todos por el mismo patrón, y esa uniformidad que veía aquél que visitó España antes de la década de los ochenta se entendía si uno viajaba a Nueva York y pisaba el aeropuerto Kennedy. Sin que hubieras salido aún de la zona de recogida de equipajes ya podías presenciar el trasiego de seres de mil mundos distintos, asiáticos, negros americanos, negros que parecían recién salidos de África, mujeres con turbantes y vestidos hipnóticos, de aquéllas que pinta Miquel Barceló, indios de América Latina, blancos de la élite cultural americana, o blancos obesos arrastrando sus carnes al andar, todos sin mirarse, como formando parte de un paisaje multirracial aceptado. La variedad de culturas y singularidades físicas está siempre presente, aunque esa aceptación no impida que Estados Unidos sea un país que no ha sabido o no ha querido deshacerse de su pasado racista.

España era de un solo color, todos iguales; si había un negro, destacaba furiosamente del resto. En mi colegio teníamos uno y lo considerábamos un elemento exótico que nos distinguía y nos gustaba mucho. Pero creo que no nos dábamos cuenta de la homogeneidad porque estábamos inmersos en ella.

Cuando me cuentan los amigos americanos lo profundamente cambiado que ven este país, hablan de esa aspereza que hemos perdido, también del fuerte sentido de inferioridad que nos hacía más duros en las formas, y son muy conscientes de que año tras año se aprecia cómo se van abriendo las puertas hacia una diversidad que algunos deseamos profundamente. Y no sólo que esa diversidad sirva para aumentar unos tristes índices de natalidad o para cubrir esos puestos de trabajo que nosotros despreciamos, no sólo aceituneros y chachas, por mucho que estos trabajos sean tan dignos y respetables como cualquiera, sino que a través de la educación escolar sepamos hacer ciudadanos de pleno derecho. Que no nos pase como a la sociedad americana, en la que la pluralidad ilumina la vida en la calle pero no está presente -al menos para los negros- en el mercado laboral. Ojalá los hijos de las mujeres latinoamericanas que todas las tardes se ven paseando del brazo a ancianas del barrio de Salamanca, empleadas de hogar pero también asistentes sociales que cubren la ausencia de hijos siempre ocupados, estén en un futuro dentro de nuestro entramado social de una forma natural.

En Estados Unidos, a pesar de la diversidad, del reconocimiento teórico de los derechos de la población negra, no supieron llevar la letra escrita a la vida diaria, los negros quedaron relegados a las clases más desfavorecidas y, de vez en cuando, da la impresión de que hay un rumor debajo del silencio que algún día puede estallar con una ferocidad inesperada.

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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