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CONTRATO CON EL DIBUJANTE
Columna
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¿Dónde han ido los borrachos?

Decadencia y caída de los santos bebedores, borrachitos individualistas y gregarios chiquiteros

ónde han ido los borrachos? No se sabe. Se los ha tragado la tierra. Ya no se ven en nuestra calles aquellos inofensivos seres que de pronto surgían por sorpresa en cualquier esquina sin que nadie supiera su nombre, origen, biografía o destino. Aparecían intempestivamente como una chaparrón de primavera y luego se esfumaban de igual forma, como por encanto, sin dejar más rastro que una ligera algarabía y cuatro insultos al gobierno.

Se acabaron los tipos como el desvergonzado Tellagorri el personaje barojiano de Zalacain el aventurero que, llevado por ese exceso de ánimo que propicia el morapio, profería exabruptos, poco juiciosos y nada meditados, contra el poder establecido entre el cura y el alcalde.

Ultimamente casi nadie dirige su enfado a las farolas, para perderse después como un sonámbulo caminando sin rumbo entre la multitud. El caso es que nos hemos quedado huérfanos de este tormentoso desatino. Hay detalles del paisaje urbano que, como elementos decorativos de la ciudad sufren una decadencia lamentable.

El borracho clásico era un hombre a quien Dios cuidaba de una forma meticulosa y constante para que regresara hacia su oscuro punto de origen sin partirse la crisma en el intento. Dicen que existe un método infalible para saber si estamos borrachos. Se levanta una pierna hasta llevar la rodilla al mentón. Si al mismo tiempo subimos la otra pierna para realizar idéntico ejercicio, no cabe la menor duda: estamos completamente borrachos.

El borrachín era un anarquista, un librepensador solitario, imprevisible e incontrolable, un feroz individualista que tenía muy poco en común con el chiquitero más gregario, grupal, ordenado, previsible, solemne, rutinario, cuadrillero y comedido.

Esta otra especie, con label identitario, abrebaba siempre en los mismos sitios a la misma hora y en parecido número, pero, ay, hace ya tiempo que también ha sido engullida por la estación depuradora de residuos típicos urbanos.

Mientras el chiquitero siempre se ha prohibido expresar sus convicciones más íntimas en público (hablar de política durante la ronda, por ejemplo estaba -y está- muy mal visto), al borrachín, sin embargo, nada le impedía dar continuados vivas a la República. Eso sí, tanto uno como los otros bebían sobre todo para olvidarse de sí mismos y de la tiranía de la realidad cotidiana.

Cuentan que en el Casco Viejo bilbaíno aún transitan los útimos tiranosaurios del chiquiteo encabezados por José Legarraga Petiso, actualmente más empeñados en marcarse un cantecito que en mantener una tradición amenazada. El gobierno, que siempre se ha mostrado sensible con las tradiciones y es proclive a sufragar idiosincrasias, debería tener una mínima sensibilidad etnográfica con los chiquiteros y tratarlos con igual mimo que a los últimos cesteros, boteros, carboneros, alpargateros y albokalaris. Hay que preservar a este caladero del Golfo de Vizcaya amenazado hoy de extinción por los tiempos y la intrusión del zurito calvinista.

'Es urgente subvencionar a Petiso y los suyos -dice el dibujante- y declarar área reservada ese viacrucis de vino peleón y azulejos con profundos mensajes en las paredes de las tascas'.

El dibujante aún trata de desentrañar el misterio que encierran las máximas tabernarias que todavía pueden leerse en el itinerario alcohólico . 'Hoy no se fía pero mañana sí': un enigma de la continuidad con promesa eternida. 'Beber en exceso es malo. Fumar en exceso es malo. Comer en exceso es malo. Joder en exceso es imposible': la única deducción con evidente sentido común del recorrido poteador. 'Dios creó a la mujer, pero afortunadamente también la bota de vino': Un breve tratado de misoginia entendido por el chiquitero no como declaración de guerra sino como capitulación frente a la mujer, como gesto de derrota, rendición y desbandada. 'Aita semea tabernan daude, ama alaba jokoan': canción popular que justifica la presencia del padre y el hijo en la taberna y de la madre y la hija en sus asuntos...

¿Por qué bebe el vasco? se preguntaba El Coitao Mal llamao, atrevida publicación bilbaína de principios de siglo que tuvo una corta vida y una larga osadía. Unamuno y José María Salaverría plantearon una agria polémica sobre el asunto.

Según Salaverría 'beben para perder la vergüenza', para Unamuno se trataba de llenar un vacío de inteligencia. Un siglo después el dibujante se suma al debate con una nueva aportación: 'Poteábamos por aburrimiento', dice.

Eguillor recuerda con espanto ese vacío de pensamiento unamuniano :'No se hablaba de nada' y la paralizante hora de la despedida: 'Era la espuela interminable. No había forma de marcharse. La idea de irse a casa daba pavor'. El final de esa escapada solía ocurrir como la describe Ramiro Pinilla. Más o menos así: 'Sobre las diez alguien decía 'bueno' y entonces todos se iban'.

El borrachín no padecía de semejante virus gregario. Iba y venía cuando le daba la gana, sin pedir ni dar cuentas a nadie. Apostado en la esquina de la barra, sacudía repentinamente la cabeza, salía de su letargo, recordaba su estado de júbilo, hacía un supremo esfuerzo para apurar la última gota de vino en el vaso, se detenía, miraba a su alrededor desafiante y gritaba con un erupto tardío '¡Viva la madre que me parió!'.

Y luego remataba: '¡ Ahí os quedáis cabrones!'. Después simplemente salía del bar con un gesto de hastío, cansado, aburrido, sin recuerdos, si rumbo y sin objetivos.

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