Elogio del músico rural
Hasta no hace mucho las bandas de música que tocaban en Fallas estaban integradas, en su mayoría, por labradores. Eran como partidas de jornaleros, con el rostro achicharrado hasta las cejas y las manos llenas de callos de azada, a los que costaba más caminar con zapatos que pisar ortigas descalzos. Sin embargo, pese a su aspecto rudo, que en absoluto atenuaba el uniforme de ujier de terlenka, demostraban una sutileza de cirujano con el clarinete y el bombardino. Y ésa era una profunda lección de metafísica para algunas de las señoritas de la corte de honor y otros finos estilistas de la capital.
Frente al alboroto macho que propiciaban los menestrales pirotécnicos, que eran unos tránsfugas del arado con las gafas de sol Ray-Ban colgadas a la altura del esternón, los agricultores aportaban una cosecha de virtuosismo a la ciudad con sus instrumentos, en un ejercicio de depuración interior que habían conquistado después de haber enterrado un capazo de estiércol de mulo en cada hoyo de melonar o de haber atado con un esparto, sin quitarse la colilla de la comisura, un injerto de saltamontes en el tronco de un albaricoque.
No conozco a nadie que odie las Fallas y que no se afloje al paso de una banda interpretando 'Pepita Greus'
Pero luego llegó la tormenta de bandas de cornetas y tambores, que prosperaban con la rapidez del mildiu en un día soleado tras la lluvia, y esa plaga diezmó las bandas de música en Fallas. Mientras la mayoría de los músicos aprovechaba el bajón para hacer los tratamientos contra el piojo de San José en los melocotoneros con la pulverizadora de cobre, las calles de Valencia fueron ocupadas por unos tipos que sudaban jugo biliar y aporreaban sus panderos como si se tratara de un enemigo acérrimo. Valencia se atiborró de estas legiones de percusionistas hipertensos, que generaban hondos momentos de violencia durante la Ofrenda por un fundamento mezquino: resultaban más baratas que las bandas de música. Por suerte, no se trataba sólo de dinero y el proceso de degradación fue reversible. La semilla de aquellos labradores de los años sesenta había arraigado en las comisiones falleras más sensibles, y su ejemplo de resistencia terminaría por imponerse. Las bandas recuperaron su protagonismo hasta convertirse, para mí, en la atracción artística más vistosa de estas fiestas. No conozco a nadie que odie las Fallas y que no se afloje al paso de una banda de música interpretando Pepita Greus. Con los años, los agricultores casi han desaparecido de estas formaciones y también de todas partes, puesto que la televisión ha reducido los mundos rural y urbano a una sola papilla estética.
Hoy sus hijos, incluso sus hijas, llevan con mayor prestancia el uniforme, han pasado por los conservatorios, han perfeccionado las filigranas de clarinete y bombardino y han incorporado los éxitos de Los 40 principales a sus partituras para meter caña a los pasacalles. La mayoría de ellos acaba dirigiendo una orquesta sinfónica en el centro de Europa con el gesto de acero en su batuta, pero en su interior crepita esa versatilidad agrícola que es casi la base de la belleza clásica y que está en el aire caliente de L'entrà de la murta.
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