Berganza
Es un perro andariego, cruzado de mastín y alano, manchado de canela el lomo que guarda costurones, cicatrices, pero con el rabo alegre, que merodea por el barrio sevillano de la Encarnación. Juega con los estudiantes de Bellas Artes y los comerciantes del barrio dicen que es listo, que sólo le falta hablar. Un soldado maltrecho, licenciado de nuestra última aventura en el Mediterráneo oriental, afirma que ciertamente el perro habla y dice cosas cargadas de razón y que algún día él acabará poniéndolas por escrito.
Lo grave es que este soldado se junta con el impresor y librero Padilla, instalado frente a la vieja Universidad, en un coloquio reposado, al amparo del vino, en el poyete encalado del caserón de los Arguijo, y un tejedor de embustes junto a un impresor de libros constituye un grupo de riesgo, de donde el libro acabará saliendo de las prensas con el título de El coloquio de los perros.
Ha corrido su fama por las naciones y lo han vertido a cien idiomas distintos, de modo que, tres siglos después de ser escrito, hacia 1872, el Coloquio en su versión alemana ha caído en manos de un adolescente judío, que vive en Viena y saca las mejoras notas de su clase, en el Gymnasium, año tras año.
El joven Sigmund Freud se queda deslumbrado con estos perros que hablan, con esta Sevilla imperial que, pintada por Cervantes, tanta luz arroja sobre la Viena del emperador Francisco José, corte y café, opereta y tedéum, en la que afloran los nuevos portentos, el sufragio censitario, el juego de la Bolsa y sus riesgos, la legislación tolerante que hace de los judíos ciudadanos.
Freud entra en la piel de la Sevilla cervantina y la adopta como segunda patria, tal y como la ve el perro Berganza, cruda y sarcásticamente, con demasiados estudiantes de Medicina; con matarifes brutales, 'por fuera de la Puerta de la Carne', que adiestran al perro en la fiereza de atacar al toro ; con pastores que de noche hacen de lobos 'y que despedazaban el ganado los mismos que lo habían de guardar'; con jueces comprados como ya los sufrieran los atenienses, quienes los acuñaron en un refrán que el perro cita. 'Habet bovet un lingua': llevan la moneda -con un buey grabado- en la boca que dicta sentencia.
Esta ciudad remota es para Freud un espejo revelador de la suya propia. Con su mejor amigo, Eduard Silberstein, funda una asociación, secreta y exclusiva, llamándola Academia Española, de la que ambos, Cipión-Freud y Berganza-Silberstein, son los únicos miembros.
Texto iniciático, que resonará largamente en la obra de Freud. El perro que merodeaba por la Encarnación confiesa: 'desde que tuve fuerzas para roer un hueso tuve deseo de hablar... para decir cosas que depositaba en la memoria y allí, de antiguas y muchas, o se enmohecían o se me olvidaban'. En estas palabras parece que se está prefigurando ese gran rito civil del siglo XX: el Psicoanálisis.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.