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Columna
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Construir el color

En la galería Windsor de Bilbao presenta Alfonso Albacete (Antequera -Málaga-, 1950) sus pinturas más recientes. Destacan dos series, las que tienen como modelo un vaso, y un bodegón con flores.

A partir de las pinturas grises de un vaso con agua, trazado con formas simples, ese mismo vaso va transformándose en doce sesiones distintas. Sobre los grises entran a participar en los lienzos inmediatamente posteriores los amarillos, con algunos colores pardos de acompañamiento; luego, esos pardos terrosos se van intensificando para dar paso a la aparición, en su inicio, de manera tenue, del color rojo intenso. Las formas no han dejado de crecer y multiplicarse. Los rojos acrecen hasta llenar la mayor parte de los cuadros. A falta de comparecer en escena los azules, como tercer color primario, en su lugar acuden en tropel los secundarios verdes. Y son estos últimos colores los encargados de que hacer estallar definitivamente las formas.

En esos doce vasos se inscribe una historia en torno al acto de pintar. Todo puede empezar por la cosa más sencilla. Advertimos cómo a partir de un modelo inmóvil ese modelo va moviéndose en cada posterior acción plástica. Percibimos que cada objeto está relacionado, primero consigo mismo, y después, muy especialmente, con aquello que tiene próximo. Sin apartarnos de lo anterior, añadimos un nuevo descubrimiento, como es que el color tiene la facultad de poder irrumpir en los cuadros con plena libertad unas veces, en tanto en otros momentos sabe someterse a la voluntad que dicta la forma.

Algo parecido ocurre con la serie del bodegón con flores. Aunque en este caso no existe un proceso detallado de ir viendo su transformación paso a paso. Ahora nos presentan cuatro lienzos de gran tamaño. Sobre el mismo tema, un búcaro con flores y plantas, los cambios se cifran en dos elementos del cuadro de forma circular. Uno, como círculo completo relativamente pequeño, figura pegado al búcaro, y el otro, como medio círculo, va a un costado, fuera del búcaro, en la parte baja.

La colocación de esos círculos y medios círculos en los cuadros son determinantes para calibrar su valor. Dos de cada uno de esos elementos van a un lado, derecha e izquierda del búcaro para el círculo, y los dos de cada medio círculo, a un lado u otro del cuadro. Los colores de esos elementos circulares participan activamente en el todo de cada obra, como las formas van en paralelo con las intensidades de color. Y así, mientras en la obra más luminosa saltan al lienzo los colores primarios y secundarios, en las otras tres obras restantes esa labor se encomienda al naranja, al amarillo y al negro. Percibimos que el color y la forma trazados para el semicírculo más luminoso parecen (sólo parecen) extraídos de los módulos circulares del suizo Fritz Glarner, fabricados en los lejanos años cincuenta.

Las otras obras de la exposición no poseen el mismo interés, porque les falta la sutilidad que atesoran las comentadas arriba. Dos obras se basan en la figura humana. En la que está de espaldas, hay un galope de formas sumamente colorísticas. Y es la figura la encargada de negrear ese aluvión de colores. En la otra imagen, de frente, el chorro de color se ha introducido dentro de la figura, y el resto se ve impelido a dejar vivir esa fiesta colorística en función de blancos atenuados.

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Del mismo modo, las obras en tonos grises, blancos y negros, que llevan por título genérico Conferencias de arte, no demuestran grandes cosas. Se palpa una intencionalidad crítica, además de la aparición de algunos sugerentes y misteriosos símbolos en blanco, repartidos por cada lienzo, y poco más. Pero las pedestres formas de las figuras no ofrecen alicientes plásticos de crédito alguno.

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