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Columna
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La sucia guerra

Andrés Ortega

'Argelia no posee Ejército, pues... es el Ejército el que posee Argelia', según Habib Souaïdia, un ex teniente paracaidista que vivió la guerra sucia que se ha librado en Argelia en los últimos nueve años y que, ahora exiliado en Francia, ha contado en parte su visión de lo ocurrido en un libro espeluznante. La sale guerre (La Découverte, 2001) confirma lo que, más que una sospecha, era ya una tesis: el terrorismo que ha vivido ese país desde el golpe militar que interrumpió en enero de 1992 un proceso electoral que iba a ganar el Frente Islámico de Salvación (FIS) no venía sólo de los grupos armados islamistas, sino que era inducido desde el Ejército, en una clara estrategia de tensión. Otro libro de la misma colección, Qui a tué à Bentalha?, de Nesroulah Yous, es el relato desde el punto de vista de un ciudadano antiislamista que asiste atónito a cómo las Fuerzas Armadas se quedaron de brazos cruzados ante la matanza supuestamente obra de terroristas islamistas en 1997.

El proceso que relata Souaïdia, que se vio abocado contra su voluntad a actos de guerra sucia y posteriormente, por su actitud de resistencia, tuvo que purgar cuatro años en prisión, es el de una represión a partir de 1992 que se convirtió en 'máquina de fabricar terroristas' islamistas, a la vez que las fuerzas especiales practicaban su propio terrorismo en acciones posteriormente atribuidas a islamistas. También en algunos casos armaban a los terroristas o a grupos de civiles. Europa, y especialmente Francia, prefirió mirar para otro lado, cuando no apoyar abiertamente el golpe.

Souaïdia recoge la no por conocida menos espantosa instrucción del general Lamari: 'Los islamistas quieren ir al paraíso. Que los lleven allí, y pronto; no quiero prisioneros. Quiero muertos'. Y los ha habido, entre 100.000 y 200.000, incluidos los millares de desaparecidos, en una guerra en la que, como decía el poder, 'no se puede luchar contra el islamismo con la Declaración de Derechos Humanos en la mano', lo que resume casi todo. Casi, pues el otro aspecto que también pone de relieve Souaïdia, aunque al hacerlo parezca caerse del guindo, es que 'estos generales han declarado la guerra a todo el pueblo argelino, y no a los islamistas, una guerra sucia, de intereses para defender su poder y su dinero, el del petróleo, que roban desde hace años a los argelinos y quieren transmitir a sus hijos'. La sucia guerra no ha sido sólo contra los islamistas, sino contra todos los adversarios del sistema. Ésa es la tragedia de Argelia: una lucha encarnizada al menos en una parte -pues terrorismo islámico, evidentemente, lo ha habido-, obra de una oligarquía militar-económica que no quiere ceder su poder. Contra ese muro ha chocado el actual presidente, Buteflika, pese a las esperanzas despertadas por su elección, pero que en dos años poco ha hecho. La guerra ha disminuido de intensidad, pero prosigue, sin que nunca se sepa a quién corresponde de verdad la autoría última de los crímenes. En estos nueve años, el poder ha conseguido desactivar al FIS como fuerza política. Tras lo ocurrido, no puede haber democracia sin islamistas, aunque éstos no sean demócratas. Y pese a una cierta modernización económica, todos los ingredientes que llevaron a la victoria, truncada, del FIS siguen presentes en Argelia. Pues, como indica Souaïdia, el problema de Argelia 'no es la religión, no es el islam. Es la injusticia'.

Tras el caso Pinochet, la revisión del pasado de las Juntas Militares argentinas y otras revisiones de pasados atroces, lo ocurrido en Argelia, pese a la supuesta distancia cultural, está mucho más cerca de nosotros y debe ser investigado por una comisión internacional independiente. Quizás estos libros pueden ayudar a ver lo ocurrido en Argelia desde un prisma más veraz, y no olvidar. Pues muchos argelinos deben pensar lo mismo que la cita que abre La sale guerre: 'Quiero pasar página, pero antes quiero leerla'.

aortega@elpais.es

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