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América Latina se despierta

En todos los continentes, las sociedades sólo se mueven cuando se sienten aplastadas por la violencia. Hay víctimas por todos lados; los actores sólo se ven en contadas ocasiones y, a menudo, ellos mismos se transforman en víctimas. América Latina está silenciosa, triste y, si bien el número de víctimas ha disminuido en América Central, sigue siendo muy elevado en Colombia, donde la sociedad se disuelve bajo los golpes, opuestos pero convergentes, de guerrillas, paramilitares, traficantes de drogas y, quizá mañana, del plan colombiano de Estados Unidos.

Pero la gente, adormecida bajo la imagen falsamente aseguradora de un capitalismo extremo rebautizado con el nombre de globalización, se despierta al fin y vuelve a la realidad. Estos días he visto cómo revivían tanto el sur como el norte del continente, de maneras aparentemente muy diferentes, pero que en el fondo tienen mucho en común.

En el norte, la marcha zapatista a través de México y la llegada de la caravana a la capital ilumina vivamente este país, que vive una transformación completa de su identidad cultural y de su vida política. La caída del PRI ha hecho posible la formación de partidos independientes del aparato estatal: el mismo PRI; el PAN, partido del presidente Fox; el PRD, al que pertenece el alcalde de México DF, López Obrador. Los primeros meses del nuevo Gobierno no han mostrado una gran capacidad de refundación de los partidos. Es una de las razones por las que el presidente está tan atento a lo que pasa o puede pasar en la otra mitad del país, la de los que están fuera de juego, los excluidos de la economía, de la política y de la cultura. Se ha entregado con todas sus fuerzas a la búsqueda de la paz en Chiapas, seguramente para oponer la idea de la paz a la de movimiento social, cultural y nacional que anima a Marcos. Pero es éste quien lleva la iniciativa, sobre todo debido a que el Gobierno no ha cumplido todavía todas sus promesas: sigue habiendo prisioneros políticos y el Ejército ocupa todavía algunas localidades. Marcos ya ha superado el peligro mayor: permanecer encerrado en la defensa de los indígenas de Chiapas. A decir verdad, jamás se había encerrado en ella, porque siempre asoció la defensa de los mayas a la apertura y profundización de la democracia en México. Pero ahora es éste el tema que pasa a primer plano. La marcha zapatista no va a verterse en un partido como lo hace un afluente en un río. Hoy, Marcos habla en nombre de todos los indígenas; mañana lo hará en nombre de todos los pobres pertenecientes a esa mitad de la población que no está integrada en la vida económica y nacional del país. Al adoptar oficialmente una concepción mestiza de sí mismo, México se había negado de hecho a reconocer la identidad indígena en nombre de su política indigenista. Ahora hablan por fin los indígenas. La sociedad mexicana se encuentra, pues, en pleno despertar, incluso aunque la desastrosa huelga de la Universidad Nacional ha dejado fuera de juego a los grupos ideológicos más radicales. La acción de los indígenas mexicanos no es una acción aislada: tanto en Ecuador como en Guatemala, en Bolivia, incluso en el país mapuche, al sur de Chile, se puede ver cómo se organizan los indígenas para intervenir y expresar su rechazo a un orden político que les confina en la exclusión.

Aparentemente no hay nada en común entre la acción de los indígenas y las campañas que se están desarrollando en los países del sur del continente a favor de la defensa de los derechos humanos y la condena de los antiguos responsables del terrorismo de Estado. Y, sin embargo, también se ve en estos casos cómo se unen valores universalistas como los de la justicia y la igualdad de derechos y la defensa de unas víctimas menos ligadas a categorías culturales, que son víctimas directas e indirectas de la represión. En nombre de la sangre de los fusilados, de los torturados y de los desaparecidos de una amplia parte del continente se habla hoy de derechos humanos y de democracia. Estos términos han sido durante mucho tiempo objeto de desprecio y de rechazo, debido a que la única actitud admitida era el llamamiento a una revolución que acabaría con un Estado al servicio del capitalismo extranjero. Pero, en pocos años, ese viejo vocabulario ha desaparecido, salvo en parte de la población estudiantil y universitaria. Es ésta una mutación que puede parecer natural para todo aquel que busca la democracia, pero que, sin embargo, no lo es tanto, y por eso es tan importante. En los países del Sur, en los países en los que se ha desarrollado la Operación Cóndor, es decir, la cooperación de las políticas y del terrorismo de Estado de la región, representa un despertar semejante en muchos aspectos al movimiento zapatista. En los dos casos se une una defensa de las víctimas, de su identidad y de sus raíces históricas a la exigencia de una democracia más amplia y más fuerte, capaz de dejar oír la voz de los excluidos.

En América Latina, como en otras partes, la vida propiamente política, la de los partidos y los Parlamentos, está desde hace tiempo paralizada o incluso destruida. Pero, por un lado, los efectos de la globalización en el continente centran cada vez más los debates políticos y sociales, y, por otro, se oye de nuevo la voz de la conciencia popular, que unas veces toma la forma de la marcha zapatista en México, y otras, la de las campañas llevadas a cabo para la detención y la condena de aquellos que reforzaron los obstáculos para la democracia. Lo que pasa estos días en México es más espectacular y manifiesta una experiencia colectiva más visible. Pero, en Brasil y en Chile, el llamamiento a no perder la memoria va ganando a la tentación del olvido. En Argentina, la búsqueda de los desaparecidos y de los culpables se lleva a un nivel más activo y más consciente de sus implicaciones.

Mientras se debilita el mundo de los dirigentes, de las instituciones y de los medios de comunicación, el mundo de las víctimas, de los pobres, de los excluidos, alza la voz. Una voz quizá todavía poco alta; pero la creencia irracional en un capitalismo incontrolado ya ha sido sustituida por una exigencia de justicia, de respeto de los derechos humanos y del ejercicio del principio de justicia universal. Ya podemos decir que lo peor ha pasado y que la acción democrática se pone en marcha de nuevo.

Alain Touraine es sociólogo, director del Instituto de Estudios Superiores de París.

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