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LA SITUACIÓN EN EL PAÍS VASCO
Columna
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Voluntarios de la libertad

Suenan como palabras traídas de otro tiempo, de cuando los liberales se batían contra los absolutistas; pero son palabras que valen también para cuando los demócratas resisten las embestidas de los fascistas. Ellos son, en efecto, como acaba de recordar Nicolás Redondo, voluntarios de la libertad, un tipo de gente que hace mutis cuando hay Constitución y hay Estado, pero que retorna a primera fila cuando la política deja de ser pacífica alternancia en el poder y vuelve a vivirse como una exigencia de libertad. Cuando la Constitución es despreciada y pisoteada y el Estado se muestra incapaz de cumplir su primera función, garantizar la seguridad de los ciudadanos, la política entendida como un combate por la libertad vuelve a tener sentido.

Ésta es la conclusión a la que han llegado los socialistas de Euskadi, la que informa toda su política. No lo han tenido fácil, no les ha llegado como inspiración caída del cielo. Viejos en aquella tierra, con raíces tan profundas como el que más, los socialistas vascos han atravesado una durísima etapa sin aparente salida. Pues al asesinato de su portavoz parlamentario y a los continuados ataques contra sus sedes y contra la vida y los bienes de sus afiliados, se han añadido el desprecio y la arrogancia en el peor estilo de matón de barrio de su antiguo aliado de gobierno, las vacilaciones de algunos de sus dirigentes, acostumbrados a bailar las aguas al nacionalismo sedicentemente moderado, y la aproximación en forma de abrazo del oso, sin aire para respirar, que en ocasiones adopta la política del Partido Popular.

No era la mejor situación para afirmar una presencia propia, sino más bien un aliciente para tantear posibles atajos o impulsar iniciativas contradictorias, para nadar y guardar la ropa. El socialismo vasco viene de una larga experiencia de coalición con el PNV, en el exilio y en el Gobierno de Euskadi; los líderes de la anterior dirección partían del axioma de que el adversario principal era el PP y su aliado natural el nacionalismo; el despertar ciudadano, la salida de esa espiral de silencio que atenaza a las minorías cuando sufren el acoso de las mayorías, les pillaba perplejos, con las referencias políticas trastocadas: toda una serie de endemoniadas circunstancias propicias para desarrollar una política vacilante, guiada por la vana ilusión de contentar a todos o, al menos, de no disgustar a nadie.

No ha sido así: los dirigentes del PSE han sabido aguantar esas contradictorias presiones y armar un discurso propio. Lo primero que cuenta en su haber es el acercamiento sin complejos, pero sin frentes, al compañero de persecución, el PP: el pacto que éstos habían rechazado con displicencia ha resultado crucial para obligar al adelanto electoral. A partir de ahí, era de cajón colocar en el lugar que corresponde a los predicadores del diálogo, eternos zahorís de tesoros bajo el pedregal, como si quedara aún petróleo que sacar de una tierra reseca: nada de devaneos con el PNV, sino palabras claras y exigencias netas. El retorno a una política de coalición de demócratas, sean o no nacionalistas, que en lo abstracto parece lo ideal, en lo concreto exigirá un coste para todos, también para el PNV.

El sentimiento de urgencia que transmiten las palabras de Redondo, su afirmación de que las instituciones democráticas corren grave riesgo, de que éstas no son unas elecciones cualquiera y, al mismo tiempo, su resolución de no cerrar ningún camino, de no adelantar fórmulas de gobierno que sólo el resultado de las elecciones podrá imponer; o sea, esa difícil posición que consiste en mantener la firmeza ante el PNV sin dejarse deslizar a una política frentista con el PP es producto de una amarga experiencia pero constituye también una esperanza para el futuro: la que despiertan estos voluntarios de la libertad que a principios del siglo XXI se ven urgidos a hacer política como si estuviéramos en los albores del XIX, jugándose la vida.

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