Retorno al pasado
Cualquier persona más o menos universitaria y algo entrada en años está autorizada a considerar sus experiencias de juventud como un periodo de confusión vital en el que el sentimiento iba por delante de las ideas acerca de la exacta composición de los asuntos de este mundo. Pero aún así convendría precisar que nadie está obligado a atribuir la falacia de la simetría a sus eventuales errores de antaño. Pese a todo, el Che Guevara no es todavía un póster intercambiable con los sellos de Franco, aunque sólo sea -y es por mucho más- en lo que tiene que ver con la apostura. Cuando hasta las innumerables pasarelas de la moda se llenan de modelos esqueléticas que caminan con la contundente desenvoltura -sin olvidar la severidad entre fingida y desdeñosa- de las tropas uniformadas, todas idénticas a sí mismas y en todo semejantes al propósito genérico de subordinación homologada que las genera, hay que preguntarse también por la galopante banalización interesada de numerosos sucesos del pasado.
En la cacería organizada por los democratacristianos alemanes contra el pasado de anarquismo del ahora ministro verde Joschka Fischer puede verse una argucia de marrullero para localizar el mal en los otros a fin de sacar algún provecho electoral, pero también un propósito de mayor calado que proseguiría por otros medios el amedrentamiento general de la izquierda que siguió al derrumbe de la Unión Soviética y que marcó el tono cultural -terrorista en sentido estricto- de buena parte de los años noventa. Si la caída del muro de Berlín se tomó como pretexto para deslegitimar las posiciones de izquierda tal como se entendían desde finales de la segunda guerra mundial, se trataría ahora de cantarles las cuarenta, y si es posible por vía judicial, a lo que queda de aquella juventud del sesentayocho que recuperó a Trotsky o Lenin, Mao o Bakunin como sus ídolos políticos. Y precisamente cuando, a expensas de una espiral de moderaciones sucesivas, los rebeldes de antaño ocupan finalmente alguna parcela de poder, bien que alejada en sus características del perfil que entonces defendían.
Por aquí también se ha montado alguna que otra trifulca en ese sentido, pero sin mayores consecuencias y nunca para derribar a un ministro, que yo sepa, tal vez porque abundan las personalidades públicas que acaso tendrían algo que ocultar. No sé si a quienes alborotaban a cuenta del FRAP bien entrados los setenta hay que reprocharles algo distinto a su pésimo gusto al elegir el nombre de su organización, aunque su apelación a la violencia era ya entonces una estupidez más que un error estratégico. Buena parte de los pesos pesados de nuestra política no se distinguían precisamente por su fidelidad a las formas democráticas de convivencia, y tal vez ese desdén de juventud explique algunas engorrosas insuficiencias de madurez. Si el socialismo de entonces era simple socialfascismo para los ardientes revolucionarios de la época, qué serán ahora buena parte de aquellos magníficos muchachos que con tanta diligencia suministran legitimidad moral a los jefes del partido en el gobierno. Y si se acusa al ministro alemán de haber mentido, habría que ver la veracidad de algunos de nuestros jóvenes de vanguardia cuando convocaban a un centenar de los suyos, montaban una manifestación fingida en una zona desierta del cauce del río para grabar la fiesta en vídeo y remitir una copia a París como demostración del fiero combate que libraban contra la dictadura. No es de extrañar que los ideólogos de ese tipo de engañifas hayan protagonizado una tan rica evolución interior hasta abandonar toda clase de sutilezas a la hora de administrar por fin los presupuestos públicos.
Queda la consideración de que acaso no basta con expulsar a las tinieblas exteriores de las reglas democráticas a los representantes de una cierta historia para liquidar los acontecimientos que ellos quisieron encarnar a su manera, sobre todo cuando los inquisidores no son ajenos a la violación de las normas que habrían de ser sagradas sólo para sus oponentes. No sé si Fernando Savater se ha arrepentido de escribir, hace algunos años, un jocoso artículo sobre Ernesto Guevara -que era en sí mismo una especie de onegé radical- en el que tildaba al argentino de 'el otro Rambo', en un alarde de miopía histórica personalizada, pero me parece que la actitud desde la que lo escribió se parece mucho a la de quienes cuestionan ahora su revolucionario protagonismo contra el terror de los etarras y de sus cómplices. Y la certidumbre de que un rosario de generosidades desorientadas no puede deslegitimarse así como así desde una perspectiva atenta a culpabilizar a los protagonistas de periodos más convulsos y acaso no más desafortunados de nuestra historia. A ver si el Opus y sus secuaces ahora liberales van a monopolizar también el derecho a gozar del presente y a reivindicar sin temores su pasado.
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