Leviatán
Cinco días antes de que el lehendakari Ibarretxe pusiera fecha -¡por fin!- a la celebración de las elecciones, una semana antes de que ETA volviese a asesinar, el rector de la Universidad del País Vasco, en la reunión de la Conferencia de Rectores de Universidades Españolas celebrada en el campus de Leioa, proclamaba solemnemente: 'Lo confieso, tengo miedo'. Como muchos compartimos ese miedo, me atrevo a decir que Manu Montero no se refería tan solo al riesgo físico que él y tantos afrontan en Euskadi, ni a un temor individual, ni, mucho menos, a ninguna obsesión subjetiva. Mi impresión es que el rector hablaba de un miedo hobbesiano, del miedo de una sociedad que se siente indefensa, desamparada y confusa, del temor que produce la amenaza contra la libertad y el ejercicio de la buena convivencia entre las gentes.
'La mayor fuente de deslegitimación de las instituciones es no ejercer los poderes que tienen atribuidos'
Entre nosotros hay quienes, repudiando la violencia, se niegan persistentemente a ver esta dimensión decisiva del terror. La respuesta por parte de Xabier Arzalluz al discurso de Manu Montero estremece por la insensibilidad que exhibe hacia tantos y tantos que han sido víctimas o que viven bajo la amenaza de serlo, pero, además desvela un empeño en cuestionar y relativizar la gravedad del problema: 'Si hay un problema de seguridad, si necesita escoltas o si necesita gente que le ayude y ponga orden'. Cuando la inmensa mayoría de los vascos -incluidos los vascos nacionalistas- considera que la falta de seguridad es un problema que nos inunda, Arzalluz todavía pone en condicional si hay un problema. Solo él puede explicarnos por qué. Pero lo que nosotros sabemos es que, si el presidente del partido que ostenta la responsabilidad del Gobierno vasco aceptase que el terrorismo, la falta de libertad y de seguridad constituye el principal problema que afecta a los ciudadanos vascos, la orientación política de su partido y del Gobierno vasco sería bien distinta de la que ofrece.
Viendo su rostro tras el último atentado, no dudamos que Ibarretxe, además de condolerse sinceramente por y con las víctimas, percibe abrumado la inmensa gravedad del terrorismo. Pero se limita a exigir a ETA que deje de matar, a pedir a aquellos que en Euskal Herritarrok están en contra del asesinato que lo expresen en voz alta y a llamar a los ciudadanos a manifestarse, cuando un lehendakari tiene la obligación de decir y de hacer algo más: tiene la obligación de comprometerse ante la ciudadanía a poner todos los medios que se le han conferido y de que dispone para combatir a los agentes del terror.
Hemos esperado este compromiso, cuando menos desde que ETA retomó las armas, pero resulta obvio que no se ha producido y que ya no se va a producir. En realidad estamos ante un viejo problema. Preso del pecado originario, que tan bien encarnó Garaikoetxea, de considerar el Estatuto de Autonomía como una institución provisional destinada todo lo más a ser instrumento para el rápido logro de objetivos más acordes con la doctrina, se olvida que el mismo no solo constituye el punto de encuentro entre los vascos, sino un auténtico poder político. Ahora que resulta algo común hacer referencia al desprestigio sufrido por las instituciones en los rifirrafes del final de la legislatura, es necesario subrayar que no hay mayor fuente, no ya de desprestigio, sino de deslegitimación, que la derivada del no ejercicio de los poderes que los ciudadanos han otorgado. En nuestro caso, del sustancial, del que justifica la misma existencia de un poder político, de Leviatán (volvemos a Hobbes): 'Asegurar la paz y defensa común'.
El miedo que se extiende por doquier entre la sociedad vasca tiene su origen en una intimidación violenta planificada y diversificada, pero los rasgos angustiosos de los tiempos que vivimos no están trazados en exclusiva por las atrocidades del terrorismo, sino por su combinación con la sensación de desamparo.
Por eso las elecciones a celebrar el próximo 13 de mayo adquieren una dimensión dramática. Para bien o para mal, van a pasar a un absoluto segundo plano todas aquellas cuestiones que en situaciones de normalidad determinan el voto de los ciudadanos y las eventuales alianzas entre los partidos. Lo que está en juego es si es posible (re)construir un autogobierno vasco digno de tal nombre, en el que la garantía de libertad y seguridad permitan la convivencia de identidades y la confrontación democrática de proyectos o si es inevitable adentrarnos en tiempos aún más oscuros hasta la hipotética consecución de un nuevo contrato sobre las ruinas del existente.
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