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Columna
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Carnaval, carnaval, uno viene, otro se va (y 2)

Mucho se ha discutido acerca del verdadero sentido de esta fiesta, desde que perdió su antiguo carácter sagrado, y pagano, en el conjunto de las de invierno. El aburguesamiento paulatino y la irrupción de artistas individuales, sobre todo entre finales del XIX y hasta los años treinta del XX, fue configurando un festejo quizás demasiado homogéneo y restringido a ciertas fechas (los tres días anteriores al miércoles de ceniza, más el domingo de piñata), en el que actualmente reina el modelo gaditano. Un modelo que, por cierto, fue creación casi completa de Antonio Rodríguez Martínez, el Tío de la Tiza, aquel conileño genial que llegó a Sevilla a principios del mismo siglo, donde también desarrolló su peculiar estética del tipo, las comparsas, los coros...

De todo esto, hallaremos cumplida información en un libro, tan breve como esencial, del escritor y periodista José Aguilar: Los carnavales y la murga sevillana de los años treinta (Sevilla, 1983). En él encontramos cómo en 1905 el coro Los Anticuarios hizo una versión especial del famoso tanguillo de los duros antiguos, del conileño también, para desagraviar a los sevillanos, que el año anterior habían quedado muy disgustados con unas pullas anti-hispalenses del mismo coro. Decía así la reparación: 'Con el sombrero en la mano / como personas de diplomacia, / al gran pueblo sevillano, / patria del rumbo y la gracia, / suplicamos Los Anticuarios / un momento de atención (...)'. Ya ven que la cosa no es nueva. Y que algo habría que aprender de nuestros abuelos.

Pero antes de que cundiera la homologación, con irreparables pérdidas, las fiestas de carnaval eran muy diferentes y casi tenían un sabor propio en cada pueblo o ciudad de Andalucía, sobre ciertas bases comunes. Una era el carácter eminentemente femenino, que explica la acusada tendencia a disfrazarse de mujer en muchos hombres (hay pueblos, como Gibraleón, en Huelva, donde era casi obligado y, además, de viudas). Se registra también en coplas tradicionales, que lo mismo se podían oír en pueblos de Málaga como de Sevilla: 'Ya está aquí el carnaval, / la fiesta de las mujeres. / A quien no le salga novio, / que espere al año que viene'.

Los lectores de estas páginas quizás puedan relacionar este asunto con las candelarias o con las fiestas de la aceituna, e incluso con los campanilleros; de todas las cuales el carnaval no era sino epítome y descarga final. Otra letrilla muy común decía: 'Un carnaval se ha ido / y otro carnaval vendrá. / Y nosotros nos iremos / y no volveremos más', que es simple adaptación de unos famosos campanilleros: 'La Nochebuena se ha ido, / la nochebuena se va / ...(el resto, idéntico)'.

Pero, en general, las letras carnavaleras son tantas y tan circunstanciales que un buen repertorio llenaría bibliotecas. Sirvan éstas de mero testimonio: 'A Cuba la sacó España / de entre las revueltas olas. / Mientras que un español viva, / Cuba ha de ser española', cantaba, con ingenuidad patriótica, una estudiantina de Alcalá de Guadaíra, en 1896. 'Porque tiene en los brazos / apendicitis, / y en todo el espinazo / la galbanitis, / y mientras en el mundo / viva su Lola, / la espiocha y la pala / se quean solas. (Murga del famoso Manolín, 1934).

De la misma época: 'Fueron dos chicas al cine / una vez a Salamanca, / a ver proyectar El negro / que tenía el 'arma' blanca (...) Esta cinta es un camelo, / pero yo en la duda insisto, / sí que la tendrá muy blanca, / pero yo no se la he visto'. Y de hace pocos años, esta otra de Brenes (Sevilla), harto expresiva: 'El problema del paro / es mu complicao. / Lo cobra hasta mi perro, / que el pobre sólo hace guau'.

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