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El silencio de las máscaras

ANTXON URROSOLOCuando era un plumilla feliz e indocumentado me tocó recoger unas palabras de don Julio Caro Baroja de cuyo eco todavía da cuenta la memoria. 'Este país es capaz de pasar del carnaval a la muerte, sin inmutarse. No lo olvide joven'.

Aún no lo he olvidado, aunque muchos años después la imagen del empresario Arratíbel disfrazado con chilaba mora, horas antes de ser asesinado sobre el bullicio del carnaval de Tolosa, daría mayor significado a aquellas premonitorias palabras.

Aquí, como en cualquiera de las secuencias cumbre del Padrino, la muerte surge en medio de la fiesta, sobrevuela idéntica a la película de Coppola que localizaba una ejecución mafiosa en la Pequeña Italia de Nueva York, en medio de la procesión de San Genaro o anuncia su clímax fatal envuelta en la trama paralela de una representación operística donde el crimen tiene lugar en pleno Intermezzo de La Caballeria Rusticana, algo parecido a lo que ocurrió con Santamaría el ex- jugador de la Real Sociedad, abatido de un tiro en la nuca por un tipo disfrazado de cocinero, mientras sonaban los tambores en los jardines donostiarras de Alderdi Eder.

En Tolosa, este jueves de carnaval, justo el mismo día que uno de sus vecinos era destrozado por una bomba, el resto recorrían las calles disfrazados de Tamara al compás de las fanfares. Tal y como predijo hace más de veinte años Julio Caro Baroja ,el hombre que más sabía del Carnaval Vasco, la vida sigue casi igual.

Una farsa

En cualquier parte del mundo la gente recibe al carnaval después de haber vivido un año entero sometida a la vigilancia de la cordura, al adocenado corsé de la normalidad. Entonces, para liberarse de tanta apretura, se lanza a hacer algo completamente ridículo, fuera del alcance del sentido común, reivindicando durante unos días su derecho a la locura, a la esquizofrenia de encarnarse en algo diferente.

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Pero nosotros seguimos siendo los mismos - la última anomalía de Europa- continuamos instalados en la demencia permanente, acuñando méritos suficientes para ingresar en cualquier manicomio.

En más de una ocasión he oído decir que para arreglar la cosa - también llamada contencioso o conflicto- harían falta al menos un millón de psiquiatras, propuesta que no coincide en absoluto con el diagnóstico ombliguista de Elkarri empeñado en buscar por el mundo Premios Nóbel y especialistas en la cosa, para hablar sobre la cosa en unas futuras jornadas sobre la cosa.

Hay otras voces sensatas que también se preguntan ¿cuando comenzó el mal de los vascos locos? y solicitan que celebremos el carnaval pero a la inversa. Es decir, plantean que para descansar de las cincuenta semanas de disparate en las que discurrimos en permanente sinvivir, dediquemos solo una al año que nos permita ser normales de acuerdo con el sentido de la normalidad de los otros países , proponen que se nos garantice el derecho a ser pequeños burgueses aburridos, a transitar pacíficamente por las calles, a disfrutar de una simplicidad cotidiana sin sustos ni extravagancias, en definitiva a sentirnos un poco vulgares y parecernos al resto de los ciudadanos del mundo, al menos siete días al año, esto es , que podamos ser pobres tipos normales, en una rutina sin sobresaltos, que veamos llegar con satisfacción el instante que nos permita ser humildes transeúntes que van a la oficina, a la universidad, al bar, a la compra, al cine, al parque, luciendo nuestras mejores galas de ciudadanos corrientes - incluso grises- sin temor a la amenaza constante del carnaval de la muerte disfrazado de conflicto perpetuo.

Ninguno de entre nosotros puede quejarse de modorra y en las actuales circunstancias a nadie, ni por asomo, se le ocurriría sacar a colación aquel chiste flojo y sexista del niño que le decía a su padre en el automóvil: 'Papá deja que mamá conduzca. Así es más emocionante'. Resulta más adecuado el sabio consejo de Montesquieu: 'Feliz el pueblo cuya historia se lee con aburrimiento'.

En casi todos los países occidentales se garantizan todos los derechos humanos menos el derecho a volverse majara. Precisamente para corregir esa injusticia se celebra el carnaval. Tal vez porque el ejercicio de esa prebenda permite a la gente sentirse completamente normal los restantes meses de su existencia.

Derecho a la locura

Aquí no podemos presumir de las mismas oportunidades pero, eso sí, tenemos asegurado el derecho a la locura colectiva veinticuatro horas al día durante las cuatro estaciones. Y a menudo nos lo recuerda el lehendakari : 'Pero estamos todos locos o qué?'. El mismo ha puesto, al fin, un poco de cordura entre tanto y tanto desatino, convocando elecciones para el mes de las flores en este indigesto febrero. Pero ese será un carnaval distinto. Un baile de máscaras sin máscaras, porque hace ya tiempo que han caído las caretas y cada cual se muestra con su verdadera faz y sus últimos propósitos.

Entretanto, a la espera de que baje definitivamente el telón y comience la primavera, seguiremos viviendo entre paréntesis, asistiendo a la retórica insistente de una historia, que como dijo Shakespeare 'es un cuento lleno de ruido y de furia contado por un idiota' o lo que es peor, por un puñado de idiotas morales que, sin darse cuenta, caminan lentamente hacia su propia destrucción, mientras el llanto de los demás se funde en la lluvia.

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