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Columna
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Urnas y obispos

Ni siquiera el señalamiento del día de las elecciones vascas anticipadas, fijadas por el lehendakari el pasado martes para el 13 de mayo (13-M), ha conseguido librarse de la tara de anormalidad que ha marcado a la legislatura autonómica inaugurada en octubre de 1998. De respetar la lógica parlamentaria y del calendario, Ibarretxe habría tenido que aguardar al 20 de marzo para disolver la Cámara y llamar a los ciudadanos a las urnas en el segundo domingo de mayo; la anómala fórmula de anunciar oficiosamente una convocatoria que no puede producir de inmediato efectos jurídicos vinculantes imita el malhadado precedente de las elecciones a plazo fijo establecido por Felipe González en 1995 tras perder el apoyo de CiU y la votación de los presupuestos.

La sugerencia del presidente del Parlamento vasco de hibernar los plenos de la Cámara previos a la fecha de su disolución oficial lleva a un peligroso terreno de inconstitucionalidad esa pretensión de subordinar los fueros del poder legislativo a los caprichos del poder Ejecutivo. La estrambótica iniciativa de Juan María Atutxa se propone conceder a la promesa hecha en una rueda de prensa por el presidente del Gobierno vasco, esto es, la intención de ejercer dentro de un mes la facultad discrecional de adelantar los comicios, la capacidad jurídico-política de suspender la actividad parlamentaria hasta esa fecha. La causa de esa absurda aspiración es el ensueño del lehendakari -todavía legalmente en ejercicio- de no volver a ser derrotado en la Cámara, tal y como ha ocurrido ya nada menos que en 58 ocasiones a lo largo de la legislatura; tras resistirse como gato panza arriba a convocar elecciones anticipadas una vez puesto en minoría, Ibarretxe pretende ahora subordinar el calendario legislativo a sus intereses.

La pintoresca manera de anunciar de manera oficiosa la fecha de disolución oficial del Parlamento vasco culmina una historia de despropósitos seriamente lesivos para los principios y los valores de la democracia representativa: si la ruptura de la tregua por ETA a finales de 1999 hizo ya insostenible en términos políticos el mandato de Ibarretxe (que ni siquiera fue capaz de presentar los presupuestos para el año 2001), la retirada del Parlamento el pasado septiembre de los 14 diputados de EH que habían votado su investidura como lehendakari le privó de sus soportes aritméticos. Desde hace muchos meses, el Ejecutivo vasco gobierna sin mayoría parlamentaria: los 27 diputados del PNV y de EA se enfrentan con los 32 escaños de los partidos constitucionalistas (PP, PSOE y UA) y los 2 representantes de la errática IU de Madrazo. En realidad, la legislatura vasca no quedará voluntariamente acortada por las elecciones convocadas para el próximo 13-M, sino que fue inconstitucionalmente alargada hace más de un año por la estrategia partidista del PNV.

El imprevisto anuncio de Ibarretxe se ha solapado esta semana con la resaca de otro acontecimiento igualmente sorprendente que puede tener repercusiones sobre la campaña electoral vasca: la estrepitosa colisión entre el Gobierno de Aznar y la Conferencia Episcopal a causa de la resistencia de los obispos a adherirse al Acuerdo por las Libertades y contra el Terrorismo suscrito el pasado 8 de diciembre por PP y PSOE. El incidente es bastante confuso: la jerarquía no pudo rechazar una propuesta que nunca le fue formalmente presentada. En cualquier caso, los virulentos reproches lanzados contra la jerarquía eclesiástica por los portavoces oficiales y mediáticos del Gobierno (incluida la consigna de boicotear los ingresos de la Iglesia en la declaración sobre la renta), lejos de hacer mella en la resistencia de los obispos, suscitó el pasado martes una amenazante respuesta de la Conferencia Episcopal ('el escándalo injustificado tiene su precio') a las 'injustas y desproporcionadas' críticas recibidas.

La impaciencia casi histérica del Gobierno de Aznar con las instituciones poco dóciles a sus deseos, sean los jueces, los medios de comunicación o la Conferencia Episcopal, explica parcialmente su desmesurada reacción ante la tibieza de los obispos para respaldar el Acuerdo y sus pronunciamientos en contra de la Ley de Extranjería. Los esporádicos arrebatos anticlericales de la derecha ultracatólica española también pueden aclarar algunos aspectos de este bronco incidente. Sin embargo, el telón de fondo del conflicto son las connivencias de un amplio sector del clero vasco con el nacionalismo (tanto moderado como radical) y la escasa disposición de ánimo mostrada por la jerarquía eclesiástica española para enfrentarse con sus hermanos de fe y reclamarles una posición abiertamente militante en favor de los derechos humanos y contra ETA.

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