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Columna
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El mundo encantado

El mal de las vacas locas continúa pero cada vez se habla menos de ello. Siguen apareciendo nuevos casos, quizás más procupantes, pero el público se ha hartado y los medios de comunicación tienen otros sucesos de qué ocuparse. La televisión, la prensa, las emisoras de radio arrojarían unos pésimos resultados económicos a fin de año si prolongaran más de la cuenta la atención sobre un mismo tema. Los receptores nos hallamos hoy más instruidos para cansarnos antes. No menos fuertes para la repetición sino más adiestrados para variar con rapidez el foco. Desde las modas -ahora en curso de pasar a bimensuales en lugar de estacionales- hasta los anuncios, desde los modos de comer por pequeñas porciones hasta las maneras de relacionarse por fragmentos, nuestra cultura rechaza el proceso largo. Y todavía más la larga duración de un asunto que de ese modo tendería a 'pudrirse', a evocar la muerte.

Gracias a la falta de persistencia nos sentimos sucesivamente liberados y consecuentemente redivivos. La noticia no nos atará hasta consternarnos, la visión de la catástrofe no se prorrogará tanto como para amargarnos la vida, la amenaza no se perfilará con la suficiente energía como para amotinarnos. De una parte, las secuencias del presente, siempre discontinuo, nos preservan de adherencias a la realidad y de otra, nosotros hemos perdido la confianza en lo verdadero. Todos mienten. Mienten el Gobierno y la oposición, mienten las compañías petroleras y los bancos, mienten los maestros de obras y los talleres de coches, los obispos y los amigos del chat, los entrenadores de fútbol y las dietas de adelgazamiento, las actrices, las azafatas y la policía. Pero incluso si alguno de ellos dijera ahora la verdad ya no lo creeríamos. La verdad se ha convertido en una categoría imposible de recibir, imposible de verificar.

Ahora almorzamos, leemos los periódicos, oímos a los políticos, compramos en el hipermercado, atendemos los spots, observamos los desfiles y las campañas de caridad, imbuidos de una inmutable disposición escéptica. Ni siquiera necesitamos recapacitar sobre la actitud recelosa que merece el despliegue de esto o de aquello. De antemano hemos concluido que nos engañan de la mañana a la noche, en la política, en la economía, en el arte, pero también en el sexo y quién duda que en la relación de amor.

El mundo ha ido convirtiéndose en un espacio maquillado, cubierto por un discurso que se superpone a su realidad como una máscara irrompible. Todavía hace un siglo, más o menos, se trataba de quebrar esa prótesis con las vanguardias, las revoluciones, la fe y las drogas para llegar a un más allá verdadero pero hoy la acción se queda en la segura aceptación de la ficción. Las diversas formas en las ferias de arte, los cambios políticos en Estados Unidos o en Euskadi, las vistosas misas del Papa, el consumo de drogas en Yakarta o en Nueva York, acaban en ejercicios de entretenimiento, nuevas diversiones sobre la firme superficie de ficción.

Penetrar en el fondo de las cosas, allí donde supuestamente anida la verdad, resulta además una tarea ingenua y anacrónica. A fuerza de emitir miles de mensajes de seducción desde uno y otro campo (desde el campo sexual, el comercial, el político, el artístico) el mundo entero se ha cubierto de una segunda piel. Y, como el proceso de emisiones sigue, esa segunda piel redobla su crecimiento hacia afuera, incrementando el grosor de su envoltura y la impermeabilidad de su corteza. Continuamente las noticias llegan y se posan o rebotan allí, un instante. Ninguna posee el peso y la duración suficientes para calar, ninguna obtiene la imposible categoría de verdad, y cualquiera se desvanece pronto en la superficie para dejarla de nuevo dispuesta a la ficción, bruñida para reproducir el actual e implacable encantamiento del mundo.

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