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Columna
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Transparencia

Cuando llegan las malas noticias, vuelvo a los orígenes. Al manual de literatura vasca con el que comencé a saber algo de ese tema, que se ha convertido en una parte de mi vida. Abro el libro y ahí está la página sobre Bittoriano Gandiaga en el libro de Mikel Zarate.

Aún conservo los subrayados bajo el texto, intentando atrapar los datos básicos que encierran al hombre, que definen al escritor. Imposible la tarea. Los subrayados delatan las ganas de abarcarlo todo que posee un adolescente inexperto. El trazo del lápiz, no hace falta decirlo, ha perdido color, como el impulso inicial de quien por primera vez se dispone a leer a Gandiaga.

El manual no se acercaba a definir a la persona que escribía; los textos antologados se acercan mucho más al perfil del escritor: 'Biotz asko bear da / biotza ukatzeko' ('Se necesita mucho corazón / para decir adiós a tu corazón'). Casi una rima, casi Bécquer, a quien también leíamos en el ángulo oscuro.

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Gandiaga se abría desde el ángulo oscuro a la transparencia. Su poesía era un lenguaje depurado, sin magma, pura palabra esencial. Se necesitaba mucho corazón y mucha infancia para depurar tanto. Y así nacía Elorri, su primer libro de poemas, tan simbolista, tan esencial, tan transparente.

La poesía de Gandiaga pesa poco, casi se rompe, pero abre ventanas a la esperanza desde su mirada, que es tan suya que a veces parece de otro tiempo.

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He seguido leyendo a Gandiaga con otros ojos. Sé que no sólo su poesía es transparente. El poeta fue también un hombre transparente. A veces tengo la sensación que no necesitaba demasiado para que la naturaleza entrara entera en él, que el paisaje que veía desde Aránzazu (cuando nos hicimos modernos decíamos que Gandiaga sólo escribía sobre lo que le rodeaba) pasara desde su mirada a su poema casi sin esfuerzo. Estoy seguro que no era así, que la transparencia era querida, que era trabajada con un instinto de la lengua que pocos poetas poseen. Porque también estaba la Biblia, el Nuevo Testamento que le ofreció símbolos, como el vino, el txakoli, el sarmiento. Todos esos símbolos que rastrea con inteligencia mi amigo Sebas García Trujillo y que lee con intuición Iñaki Sarriugarte. Porque ya sólo nos queda leer la poesía que nos dejó.

Sé ahora que no sólo escribía lo que veía, es más, creo que lo que le resultaba extraño, disparaba su reflexión. Escribió sobre Aránzazu sí. Pero también sobre las esculturas de Oteiza, el aire y el ambiente de Madrid, el juego con la tierra, sobre sí mismo en un ejercicio de distancia.

Porque la transparencia no nace sin distancia.

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