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LA CRÓNICA
Columna
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Metáforas de filo cortante

A veces se me ocurre que la memoria se parece mucho a un mechero. Al fin y al cabo, si una noche asistes a una fiesta tumultuosa y bien provista, lo que más echas en falta por la mañana es la memoria de lo sucedido -¿dije alguna impertinencia?, ¿cometí alguna estupidez irreparable?- y el mechero. Imposible no perder el mechero y la cabeza en una fiesta. Me dirán que lo del mechero es una pérdida irrisoria. Permítanme discrepar. Por experiencia sé que el mechero suele abandonarte cuando más te reclaman tus células un cigarrillo. Lo mismo ocurre con la memoria, que te deja en la estacada cuando más la necesitas. El otro día, sin ir más lejos, estaba yo escuchando a un caballero que enunciaba la siguiente frase tipo: 'Es increíble la cantidad de chusma que está llegando a esta ciudad'. No pude por menos de darle la razón al caballero, añadiendo que, entre el aluvión de extranjeros desembarcados en esta ciudad, sin lugar a dudas los más rematadamente chusma, como todo el mundo sabe, son los aragoneses, concretamente los de Teruel. El caballero, que llegó a esta ciudad hace 50 años procedente de un pueblo de Teruel, no volvió a dirigirme la palabra en toda la noche. Ni a mí ni a nadie, por cierto.

Joan Guerrero llegó a Barcelona desde Tarifa en 1963, a bordo del 'borreguero'. Fue peón antes que fotógrafo. Por eso sabe un rato de la realidad

La extraña desmemoria del caballero debía de guardar alguna relación con el síndrome que tan bien describe Enzensberger a través de una parábola en el espléndido libro titulado La gran migración. Imaginemos un compartimento de tren vacío. Llega un tipo, se instala a sus anchas en el compartimento, el abrigo aquí, el maletín allá, los pies en el asiento de enfrente. Al cabo de un rato, llega otro tipo. El primero que llegó mira al recién llegado con marcada hostilidad. Recoge sus cosas para hacerle sitio al otro, pero no puede dejar de considerarlo un intruso y de hacérselo notar. Segundo acto: al cabo de otro ratito, en el compartimento irrumpen otros dos tipos. Entonces, sorprendentemente, el primero que llegó deja de considerar un intruso al segundo por orden de aparición: entre ambos se establece una corriente de simpatía y de complicidad porque ahora el enemigo son los dos que acaban de llegar, la segunda oleada.

Afortunadamente, hay tipos que no pierden la memoria así como así, ni necesitan mirar con hostilidad al recién llegado sólo porque ellos llegaron antes y, al despreciar al extranjero, se autoextienden un certificado de legítima pertenencia a la comunidad. Joan Guerrero, el que se esconde tras la foto que tienen ustedes delante de los ojos, colaborador habitual de este diario, se cuenta entre ellos. Llegado a Barcelona en 1963 desde su Tarifa natal, todavía recuerda el fragor de la taladradora que manejaba cuando era peón en las obras de la carretera del Tibidabo, mucho antes de empezar a hacer sus primeras fotos para El Correo Catalán. Tampoco ha olvidado el borreguero en el que vino desde Andalucía: 'Aquello sí que era un aluvión de gente apabullante. En el tren me quedé dormido de pie y no me caí de tanta gente que había'.

No duda ni tres segundos Joan Guerrero cuando le pregunto cuál es la foto que nunca hizo y le habría gustado hacer: 'Es una foto muy famosa de Xavier Miserachs. Muestra a unos inmigrantes andaluces que acaban de salir de la estación de Francia, el hombre con la maleta, la mujer con el niño y el hatillo. Esa instantánea recoge el espíritu de la gran migración de los años sesenta. Según creo recordar, el encuadre le corta un pie al hombre, o los dos; es una foto imperfecta, pero eso no le roba un ápice de poesía. Cada vez me interesan menos la perfección y el artificio. Lo importante es que las fotos no estén vacías de contenido, que digan algo, y si sacuden y arañan, tanto mejor'.

Convendrán ustedes conmigo en que la foto que tienen delante de los ojos es de las que sacuden y arañan, pura poesía convulsa. Contiene, además, una ajustada metáfora de la situación que se vive ahora mismo en esta ciudad: las dos inmigrantes que llegaron aquí en busca del paraíso atraviesan por un vallado un paisaje en ruinas, un paraíso en proceso de derribo y desguace. ¿Posible pie de foto? El paraíso existe, pero está en ruinas, qué lástima.

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Fotos como ésta y otras no menos estremecedoras y rebosantes de humanidad y sentimientos fraternos están expuestas (hasta el 25 de febrero) en la Galería Víctor Saavedra (Enric Granados, 97). En ellas aparecen gentes humildes, gentes que viven en El Salvador, en la selva ecuatoriana, en el barrio del Raval o en la Andalucía natal de Joan Guerrero. Gentes que viven en el lugar donde nacieron o gentes que, citando a Conrad, un buen día se lanzaron a vagabundear por la faz de la Tierra, cruzando los mares, para ganar fama, dinero o un simple pedazo de pan. Como afirma Guerrero, basta hacer un pequeño esfuerzo de empatía para meterse en la piel de cada uno de ellos.

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