¡Por fin!
Un adelanto electoral nunca es una buena noticia, pues responde casi siempre a problemas de gobernabilidad difíciles de resolver de otra forma. Sin embargo, en nuestro caso, lo que era malo en principio se ha convertido en bueno, porque nada hay peor que no reconocer una situación sin salida y dejarla pudrirse por razones que sólo pueden ser espúreas. Nunca sabremos por qué se ha tardado tanto en convocar unas elecciones que estaban ya cantadas en septiembre del año pasado, cuando el lehendakari nos presentó en el Parlamento su triple proyecto de revitalización social y recibió como respuesta la espantada de sus aliados y el rechazo de la oposición. Dispuesto, sin embargo, a no enmendarla, el lehendakari ha presentado su triple propuesta en tres acontecimientos que sólo contaron con la adhesión de los suyos. Lo deseable hubiera sido que, vista la respuesta parlamentaria, hubiera hecho de aquella iniciativa el eje de su programa electoral tras disolver el Parlamento y convocar elecciones. No actuó así, salvo si deducimos que durante estos cinco meses no ha hecho sino vendernos su proyecto en una larguísima campaña electoral edificada sobre el desastre ajeno.
La legislatura que ahora finaliza no ha sido precisamente afortunada. Nació bajo los auspicios de Lizarra y de la tregua de ETA, tras una eufórica campaña electoral que no tuvo los resultados apetecidos. Emplazada bajo el síndrome de la esperanza y de la ilusión, la sociedad vasca digamos que fue fiel a sí misma y se expresó de una forma que debieron auscultar mejor quienes se las prometían tan felices. En un momento tan propicio, las fuerzas políticas que nos traían la ansiada paz comprobaron decepcionadas que el pequeño movimiento que experimentaba la correlación de fuerzas no sólo no les resultaba ventajoso, sino que les era perjudicial. Es decir, perdían fuerza. Si extraemos de aquello una conclusión seguramente arriesgada, podríamos afirmar que la sociedad vasca se manifestaba ansiosa de paz, pero que expresaba recelo ante las condiciones que a esa paz se le imponían, condiciones que parecían aceptar todos los partidos nacionalistas. La paz iba vinculada a un proyecto político bastante definido en sus líneas maestras y el electorado vasco le mostró su recelo. En definitiva, le dijo que no.
El transcurrir de la legislatura no ha sido sino la rotunda constatación de los efectos de aquel fracaso y de aquel rechazo. Nacida bajo el signo de la decepción y de los compromisos adquiridos, dio unos primeros pasos vacilantes y con la espada de Damocles del desamparo pendiente siempre sobre un Gobierno en minoría. Proyectada con vocación de victoria, se caracterizó también desde el principio por una falta absoluta de escrúpulos, que llegaba a la crueldad, con quienes habían sido excluidos de un proyecto nacional a cuyo servicio parecía constituirse. El carácter excluyente y la crueldad -recordemos el episodio de Josu Ternera- estuvieron presentes desde el origen, como lo estaban ya en el comunicado en el que ETA declaró la tregua -un auténtico programa de futuro-, aunque se los quiso velar con el señuelo de la paz y el excitante de la ilusión, paz e ilusión que quedaban aseguradas en el programa para quienes se pasaran al bando victorioso. Los problemas surgieron al ver que se pasó poca gente.
Lo que ocurrió después resultó coherente con el choque entre las expectativas de quienes pactaron el Gobierno -PNV, EA, EH- y las distintas valoraciones que hacían de la viabilidad de las mismas. Fue así que el brazo armado aplicó su torniquete sobre el sector de la población que no se había rendido, y fue ahí donde se nos mostró sin velo ninguno la verdadera faz de todo aquel despropósito: la miseria política y moral de un proyecto, una legislatura y un Gobierno que ni siquiera tuvieron capacidad para enmendarse al verse abrazados por un terror que les implicaba de lleno. El daño causado ha sido inmenso: se ha dividido a la sociedad vasca; se han desprestigiado sus instituciones, convertidas en puro instrumento para otra causa y desautorizadas como ineficaces; se ha sumido en el horror a un sector de la población cuyo sufrimiento ha sido minimizado, a veces hasta el escarnio, sembrando en él la desconfianza y el desarraigo. Este es el balance de la legislatura y del Gobierno que ahora finalizan. Por eso, al escuchar la noticia de la convocatoria electoral, sólo hemos podido exclamar: ¡Por fin!
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