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Reportaje:LA CRÓNICA

La barra más bonita de la ciudad

Situada en la esquina de las calles de Joaquín Costa y de Ferlandina, en pleno Raval, la Casa Almirall ha visto pasar el tiempo desde su nacimiento, en 1860. Es un bar y, como tal, ejerce de base de datos sobre su entorno. Sus propietarios, Pere Pina y Ramon Solé, lo son desde 1977 y han intentado conservar no sólo el valor monumental del local, sino también su espíritu, que se ha ido modificando con las sucesivas reconversiones urbanísticas y sociológicas del barrio. Basta darse un paseo por los aledaños del Almirall para darse cuenta de su constante metamorfosis. Aparte del Macba, anclado cual trasatlántico en un paisaje históricamente propenso al naufragio, el esfuerzo por salvar la zona se nota. La gente también ha cambiado. La prostitución peatonal vecina del teatro Goya es, también, el reflejo de las consecuencias que puede llegar a tener la inmigración, al igual que los numerosos locutorios, en los que se anuncian formas de mandar dinero a casa y otras gangas telefónicas. En los escaparates, anuncios de, por ejemplo, la colombiana orquesta de Lizandro Meza. En los bajos, numerosos pseudolofts albergan oficinas con ordenadores iMac, galerías de arte, una universidad, restaurantes o bares de tapas impensables hace 20 años, cuando el barrio parecía condenado a arrastrar su exagerada fama de inseguro y a vivir de la actividad producida por el restaurante L'Estevet o la sala La Paloma. Ahora abundan los turistas y, cuando no pueden más de tanto andar o visitar, se detienen en el Almirall a admirar la barra premodernista o a comentar su encanto, ajeno a plagas tan corrosivas como la fórmica o, más tarde, el interiorismo high-tech.

Desde que compraron Almirall, en 1977, Pere Pina y Ramon Solé han intentado conservar no sólo el valor monumental del local, sino también su espíritu

El Almirall fue, desde sus inicios, un bar bodega con, al fondo, enormes botas de vino. Cuentan que, durante un tiempo, nadie tenía las llaves porque nunca cerraba. Atendía a los repartidores, a la clientela diurna y, de noche, a los adictos a la parranda. After hours non-stop, lo llamarían ahora. En los momentos de máxima alegría, sonaban, en una pianola, retazos de zarzuela-dance, cuplé-house o tangos tan hop como el de la Cocaïna. Se bebía tanto o más que ahora, barreja, aguardientes y, para acompañar, sabrosas anchoas. Cuando Pina y Solé se hicieron cargo del local, modernizaron levemente el negocio, lo cual produjo algunas deserciones. 'El rocanrol fumigó a los más viejos y otros simplemente murieron', recuerda Ramon Solé, coautor de una novela negra y, sin embargo, muy recomendable (Canya o mitjana, edicions La Magrana) ambientada en este bar y, por extensión, en este barrio.

En el fondo del local ya no hay botas de vino, sino unos sofás de prestigio internacional. 'La revista Time Out elogió sus encantos', afirma Solé, consciente de que los sofás y las mesas bajas -'y heterosexuales'- son uno de los activos del local. Allí están, en efecto, y si esos sofás hablaran narrarían algunas tórridas escenas. Pero, así como se mantienen los que buscan un rincón para sus manoseos, el paisaje y los olores han cambiado. 'Ahora hay restaurantes regentados por paquistaníes con camareros filipinos. En general, estas comunidades están muy presentes en el barrio. No están tan estigmatizadas por la delincuencia como los magrebíes', comenta Solé. A pesar de estar a cinco minutos de la Rambla, durante años vivió de espaldas al centro más histórico. En la actualidad, los comerciantes y el tejido asociativo de la zona se organizan para combatir ciertos tópicos mediáticos y rachas de xenofobia y reivindicar esa salsa de tradición y novedad que, en sus mejores momentos, supura el barrio. 'Comparado con otros tiempos, está mucho más vivo', constata Solé. En efecto, coincidiendo con las primeras obras preolímpicas, la heroína entró en el barrio y causó los estragos y la inseguridad ya conocidos. 'Ahora la parroquia del bar está integrada por los fieles, muchos turistas, sobre todo americanos, que vienen atraídos por el modernismo, por el barrio o simplemente porque servimos absenta y eso les permite, después de una copa, acabar gesticulando y gritando como si fueran entrañables napolitanos. En general, mucha gente joven, aunque una de las virtudes de este bar es que uno puede sentirse cómodo aquí... ¡incluso a mi edad!', bromea Solé. A cuatro pasos, la plaza del Macba acoge bulliciosas y multirraciales citas. Unos niños persiguen una pelota, otros compiten sobre patines mono o cuadrofónicos, un turista sonríe. 'A este barrio le habría venido bien un polideportivo para dar salida a tanta adrenalina', reflexiona Solé. Pero tiene que dejarme porque debe atender a un mecánico que ha venido a repararle la nevera. Lo primero es lo primero.

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