Poder no hay más que uno
La amenaza del 'poder económico' que ha de ser benéficamente 'compensado' por el poder político es una falacia. Sólo la política ostenta el monopolio de la coacción legal, y por eso debe ser limitada. El Estado de derecho no estriba en poderes públicos y privados que se equilibran, sino en que algunos poderes no pueden ser ejercidos por nadie. Por ejemplo, el poder de impedir la competencia; y ahí reside el papel legítimo de la Administración ante la 'concentración de poder económico'.
Se ha alegado desde hace mucho que el mercado desemboca en el monopolio, pero tal autofagia no es ineluctable en ausencia de barreras de entrada; además, los empresarios pueden utilizar la legislación para 'capturar al regulador' y cerrar los mercados; y los políticos pueden caer en la tentación de estipular ellos qué clase de competencia quieren, lo que abre la puerta a un poder creciente, arbitrario y cómplice de grupos de presión, es decir, lo opuesto al Estado de derecho. Nótese que las empresas sólo adquieren una potestad injusta y perdurable sobre los mercados cuando bloquean la competencia con la indispensable ayuda de la intervención pública.
Es una falacia que 'el poder económico' deba ser compensado por el político
Estos argumentos cautelosos no predominan, y hoy el pensamiento sobre el Estado se caracteriza por su indefinición y no, al revés de lo que iniciativas neointervencionistas como la Tercera Vía parecen sugerir, por un Estado más contenido. Le pregunté en una ocasión al célebre Anthony Giddens cómo sería el Estado de la Tercera Vía, más grande, más pequeño o similar al que ahora tenemos. No fue capaz de responder. Le planteé lo mismo a otro importante catedrático, David Held, también de la London School of Economics, y me dijo que eso carecía de importancia. Dos profesores de ciencia política, pues, que no saben o no responden, o no les interesa la cuestión del tamaño del sector público, el grado de intervención, control y coste que impone a los ciudadanos. En su tumba debe revolverse John Milton, que en 1644 vio claro que el gran arte de la política consiste en 'discernir dónde la ley restringe y castiga y dónde sólo cabe la persuasión'. Tiempo después Locke escribió: 'Una cosa es convencer y otra es ordenar'.
La confusión radica en creer que el mercado es tan coercitivo como la política, que la potencia de una multinacional es igual, si no mayor, a la de un Estado. Esta vieja fantasía ha sido una y otra vez desmentida, como con el hostigamiento a que el Gobierno de Estados Unidos ha sometido a algunas de las corporaciones más 'poderosas' del planeta. Otro desvarío es que, como las empresas buscan el egoísta beneficio particular mientras que los políticos sólo aspiran al bien común, entonces, y con la única condición de que el poder sea democrático, no debe haber límites a sus posibilidades de recortar las libertades, con bellos objetivos que lo expandan sin freno: las desigualdades, la ecología, y así siguiendo hasta, por supuesto, la 'compensación' del siniestro 'poder económico'. Todo esto es ampliamente saludado por intelectuales y artistas, como José Saramago, cuya metáfora del horror contemporáneo pasa por ¡los grandes almacenes!
La apelación a las instituciones internacionales es otro dislate; se aduce que como hay empresas multinacionales, entonces es preciso un poder político mundial, como si la cuestión fuera quién manda aquí, en vez de cómo se ataja la coacción con los principios generales de la justicia, o como si las Naciones Unidas o el Fondo Monetario Internacional fueran o pudieran mágicamente ser ángeles omniscientes.
Un influyente periodista advirtió sobre los riesgos de que 'la mundialización sea dirigida por el universo financiero y no por la democracia política'. La trampa aquí yace en el verbo 'dirigir', porque los mercados no deben ser dirigidos, como tampoco el Estado de derecho democrático dirige la sociedad. La diferencia entre una sociedad abierta y una tribu es precisamente que en la primera sólo hay reglas comunes, y nadie conduce a los ciudadanos, mientras que en la segunda hay objetivos comunes e individuos ordenados. Si hay empresas que sin violar las normas son mucho más grandes que antes o se fusionan sin impedir la entrada de competidores, el Gobierno debe quedar al margen.
Poder no hay más que uno. El que crezca arbitrariamente con la excusa del mal llamado 'poder económico' no lo vuelve menos coactivo, falible, peligroso.
Carlos Rodríguez Braun es catedrático de Historia del Pensamiento Económico en la Universidad Complutense.
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