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Columna
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Droga e hipocresía

No con la frecuencia deseada, pero a veces suena la flauta y uno se reconcilia con este oficio de periodista. Ocurrió el lunes pasado en estas páginas, a propósito del reportaje firmado por las colegas Tania Castro y Lydia Garrido. Se jugaron el tipo, denunciaron el trapicheo de droga que se viene administrando en la calle Bello, del Grao de Valencia, y la noticia fue acogida por numerosos medios de comunicación. El testimonio gráfico era sobradamente expresivo y los datos y circunstancias que lo ilustran -aquí primó la imagen- soslayaban cualquier comentario, que no obstante lo merece y hasta exige.

Por lo pronto, una puntualización tan sólo inteligible en buena parte para los más viejos del lugar. El llamado supermercado de la citada calle que captó la cámara se nos antoja una reproducción de las colas de racionamiento que se prodigaron en la postguerra española. En realidad, un episodio de todas las postguerras, agusanadas por la miseria y la impotencia gubernativa que en este caso se delata ante esa cuerda de mansos y desesperados a la búsqueda diaria de su dosis. La espectacularidad y patetismo del trance sólo es comparable a la ineficiencia de la autoridad y la imposibilidad del remedio por el camino represivo que se pretende.

Éste sería el momento de aludir al poderío de los cárteles que mueven el narcotráfico, el imperio de sus organizaciones y su capacidad para anudar complicidades ante la estupefacción de un vecindario que se siente desarmado y resignado. Tal evocación sería procedente, además, pues es cierta. Pero el asunto, éste en concreto, tal como lo han relatado mis compañeras, no propicia semejantes reflexiones. Antes nos remite a una comedia bufa protagonizada por personajes como El Ciego y sus compinches, convertidos en peritos de la distribución y logística gracias a la pasividad, tolerancia y mirar hacia otra parte que practican los responsables del orden. ¿Qué otra alternativa tienen?

A la delegada del Gobierno y a los prebostes policiales ya les gustaría apuntarse el tanto si estuviese en su mano cerrar definitivamente estos chiringuitos mortales. Pero de poco sirve acentuar el control de un barrio si todo al tiempo aumenta la franquía en otros. Las antenas de la drogadicción son mucho más sensibles que las represivas, y la necesidad enfermiza de unos junto a las ganancias delirantes de otros sobrepasa las cautelas y tácticas de sus perseguidores. Así viene siendo aquí y acullá, sea Natzaret, Tendetes, Velluters o cualquier otro paisaje urbano o rural del país. Las redadas, intervención de alijos e incluso condenas apenas si merman la presencia y prepotencia del negocio y la prosperidad de los ciegos y la innumerable tropa que lo trapichea.

Estos días ha sido noticia merced al arrojo y oportunidad de unas fotos excepcionales y su circunstancia. Políticos y moralistas se han rasgado las vestiduras y, como es habitual, se ha montado el sarao de la hipocresía y el aprovechamiento partidario del suceso. Todo menos admitir sin tapujos que la madre del cordero es la legalización reglada de las drogas y que cada cual la espiche como le venga en gana. Mismamente lo que viene aconteciendo, pero sin el escándalo y abatimiento social que hoy nos abruma.

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