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Mirando al Norte

La globalización que vivimos no ha sido un proyecto estatal. A diferencia de la primera, en que los reinos de España y Portugal, guiados por sus monarcas, 'descubrieron' a fines del siglo XV el mundo aún desconocido para Europa. A diferencia también de la expansión británica de los siglos XVIII y XIX, en que la Armada abrió caminos al comercio de los productos industriales.

En nuestro tiempo, hechos técnicos y científicos que nacían en universidades y laboratorios privados (satélites, computadoras, Internet, televisión, fibra óptica) se fueron encadenando y generaron un proceso que, rebasando fronteras, produjo un cambio cualitativo en la economía universal. La información en tiempo real, las bolsas funcionando en línea, los negocios financieros en explosión incontenible, se acompasaron, además, a un proceso cultural aún más profundo: la difusión de hábitos de comportamiento, medios de entretenimiento, cánones estéticos, sistemas de valores, hasta costumbres gastronómicas que, emanadas en los EE UU, fueron expandiéndose por el mundo.

Hay interpretaciones conspirativas de la historia que siempre encuentran detrás de los hechos algún plan maléfico, pero en nuestro caso nada lo demuestra. En tiempos de retracción del Estado hay más planificación estratégica a mediano plazo en las empresas multinacionales que en las cancillerías. Cuando el ratón Mickey avanzó sobre París no fue por un designio del Pentágono para debilitar el nacionalismo francés, sino por una decisión comercial de la organización Walt Disney.

Dicho esto, resultan un poco ingenuas las interpretaciones que se tejen, los temores que se instalan, las expectativas que nacen, con relación al cambio de mando en los EE UU. No es que el cambio no tenga importancia y que sea lo mismo Clinton que Bush, porque no lo es. Pero afloran prejuicios y exageraciones.

Bush es un hombre con la psicología de la derecha norteamericana histórica. De allí derivan algunos la idea de que volvemos al tiempo del 'gran garrote'. Nada autoriza a pensar de ese modo. Más bien da la impresión de que los EE UU querrían envolverse menos en los conflictos del mundo, refugiándose en el viejo reflejo aislacionista. Claramente han dicho tanto el presidente como su general-secretario de Estado que su prioridad son los 'intereses' norteamericanos y no el ejercicio de una 'policía democrática' en el mundo. Probablemente, la realidad les lleve, con todo, a intervenir más de lo que ellos mismos desearían.

En la acera opuesta del prejuicio se sostiene a veces que, siendo los republicanos liberales en economía, se verá rápidamente un libre comercio de Alaska a Tierra del Fuego, como lo propuso originalmente Bush padre en su mandato presidencial. No hay duda de que ésa es la definición oficial. Pero también la realidad es la realidad y ella incluye, en el caso, los poderosos intereses de la agricultura e industria norteamericanas, que defenderán con uñas y dientes sus actuales espacios de protección.

En América Latina es éste un tema de diaria discusión. Ya hay fuerzas lanzadas en contra del Acuerdo de Libre Comercio (ALCA), tanto como de la globalización mundial, y basta observar cómo días pasados, en la conferencia 'anti-Davos', se vio en las calles de Porto Alegre la consabida quema de banderas norteamericanas. Desgraciadamente, la protesta se agota en sí misma y no ofrece un real camino alternativo. A la inversa, también hay quienes con cierta ingenuidad asumen que estamos muy cerca de una liberalización amplia y generosa que abrirá grandes oportunidades a todo el hemisferio.

Las realidades, más avaras, nos dicen otras cosas. O todavía no nos dicen mucho. Ante todo, parece claro que México mantendrá la privilegiada relación que emanó de su tratado de liberalización y seguirá manteniendo el ritmo de su economía en consonancia con la norteamericana.

En Colombia se abre la interrogante de la aplicación del Plan que para combatir al narcotráfico se elaboró en el Gobierno de Clinton. Todo depende del modo de la ejecución. El Plan, bien manejado, puede ayudar al Gobierno en su negociación pacificadora. Aplicado con imprudencia, es capaz de incendiar la región.

Más allá de estos dos países, tampoco se advierten cambios fuertes en las relaciones hemisféricas. Parece posible un adelantamiento del cronograma trazado para alcanzar la zona de libre comercio. Pero no será sencillo, especialmente cuando América Latina reclame real libertad en materia agrícola y EE UU pretenda manos libres en los servicios y las telecomunicaciones.

El Mercosur ha procurado equilibrar su relacionamiento hacia el Norte con su tradicional ligazón europea. Pero no ha podido aún hallar en la Unión Europea las respuestas capaces de aportar un cambio cualitativo. España, transformada en la gran inversora regional, es quien ha hecho el mayor esfuerzo, pero en general los escollos agrícolas traban la marcha. Los trabajosos avances de la ampliación europea no han dejado a Bruselas mucho margen para que América Latina emergiera como una prioridad. Sin embargo, lo que las empresas eléctricas, telefónicas y bancarias de España han logrado en tan poco tiempo en nuestro hemisferio son cabal demostración de lo que Europa podría alcanzar en recíproco beneficio.

De todo lo cual resulta que en el horizonte no se divisan cambios dramáticos. Pero que más allá de la Casa Blanca la mayor fuerza del Norte sigue estando en los mismos lugares donde comenzó la globalización: las empresas, los laboratorios, las universidades.

Julio María Sanguinetti ha sido presidente de Uruguay.

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