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Tribuna
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Periodismo de mármol

Del primer matón que me encontré en la vida tardaría varios años en percibir su catadura. En mi pueblo no había cine, y el más cercano estaba a cuatro horas a caballo y a dos de tren, por lo que debía de tener ocho o nueve años cuando, en la sala Edesa de Ponferrada, vi mi primera película de vaqueros y entendí lo que era la ley del Oeste.

Aquel hombre al que me refiero aparecía de tarde en tarde en mi pueblo. Desde que su figura montada y la de su inseparable jinete salían del laberinto de montañas y enfilaban el camino polvoriento que conducía al pueblo, bastaba con que fueran avistados por el primer niño para que se corriera la voz y toda la chavalería les formara un comité de recepción. Todos acechábamos el momento en que, descabalgando, al jefe de la colla le asomara por debajo de la chaqueta el pistolón que llevaba al cinto.

Nadie se explicaba por qué razón, en un valle poblado de pacíficos ganaderos, portaba semejante herramienta, con la que se había familiarizado en un dudoso pasado de emigrado a América. Por aquella época, los falangistas de la zona ya tenían las pistolas guardadas en el pajar, los últimos maquis hacía tiempo que habían muerto o huido a Francia y el último asesinato en un asalto de camino lo había perpetrado en 1948 una pareja de la Guardia Civil, vestida de mono azul, sobre la persona del doctor Lodario Gavela Yánez, quien había cometido un doble delito: no haber hecho dejación en aquellos años oscuros ni de sus ideas republicanas ni del juramento hipocrático que le obligaba a asistir a los enfermos cualquiera que fuera su filiación política.

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¿A quién temía, por tanto, aquel gordo descomunal que cuando se sentaba en la cantina no se aliviaba ni del sombrero ni de la cincha y su pistola? Ya se sabe que el sombrero, además de parasol, es de gran utilidad en los duelos a campo abierto: facilita la puntería al limitar el campo de tiro. ¿Pero dentro de un bar, a qué venían aquellos ademanes?

Años más tarde, en una sobremesa de cazadores, siempre propensa a la fanfarronada, supe que aquél era un hombre de temer, y aunque carecía de escrúpulos, posiblemente le asustaban sus fantasmas. Me hice a esa idea el día en que le oí contar, entre risotadas de hiena, por qué los gitanos pasaban de largo cuando, al llegar a la encrucijada del cementerio y divisar el letrero de su pueblo, doblaban a la izquierda apurando el paso. Los gitanos de toda España sabían que en aquel lugar imperaba la ley del Oeste.

Por aquel entonces se habían producido algunos robos ocasionales de caballerías en las brañas del pueblo. Sospechaban de los gitanos. Un buen día, uno de los tramperos de la aldea se fijó en las huellas de dos caballerías que subían a las brañas donde pastaban, salvajes, las bestias del pueblo. Las bestias cuadrúpedas, porque las bípedas estaban en sus casas todavía calentando las sábanas. Los gitanos habían tomado la precaución de herrar a sus monturas en sentido contrario al de la dirección que llevaban, pensando que era una buena coartada. Fue un error fatal que hubieron de pagar muy caro, porque ignoraban que ese juego de andar y desandar el camino antes de encamarse lo practican muchos animales del bosque para despistar a sus perseguidores. Y la alimaña más sagaz de todo aquel territorio se criaba precisamente en las aldeas que se asientan en las faldas del Sil.

Se corrió la voz entre los hombres del pueblo de que en las brañas había entrado caza mayor de refresco. Una partida de hombres armados y a caballo galopó monte arriba para dar alcance a los cuatreros. ¿Reconocen la escena? Antes de dar vista a las campas que frecuentaban los caballos salvajes, se abrieron en abanico y luego cerraron el círculo para ir batiendo el terreno palmo a palmo y apretar en un paño de fuego cruzado a los supuestos ladrones de caballos. Uno de ellos trató de huir y fue el primero en caer. El otro se agazapó en la maleza y nadie daba con él, pero aquellos sabuesos, además de desovillar las huellas, leían el viento, olían a gitano. Hubo un momento en que uno de ellos comenzó a gritar: 'Lo tienes ahí, está debajo de ti oculto en los piernos'. Todos los cazadores se movieron unos pasos y el segundo hombre, creyéndose descubierto, saltó a su caballo y trató de huir al galope. Pero un certero escopetazo de postas le cortó la vida y la carrera.

No sé cuántos años habían pasado de aquel episodio cuando, siendo todavía un niño, se lo oí contar al matón, pero todavía se ufanaba de ello, aunque pareciera que la sombra de los muertos le echara el aliento en la nuca y tal vez era por eso por lo que iba siempre armado. Nada extraño en una España en la que no imperaba la ley, los jueces estaban en Villafranca del Bierzo a suficientes leguas de distancia para no enterarse de nada, ni falta que les hacía, y donde, por supuesto, no había prensa, ni libre ni de la otra, y, por si todo ello fuera poco, los derechos de los gitanos posiblemente no estaban más protegidos que los de las alimañas.

Lo sorprendente es que estas cosas pasen hoy en nuestro país y casi nadie se haya enterado de ello. ¿Cuántos de ustedes saben que hace escasos días, en la España democrática y civilizada, en la España multimediática, saturada de papel escrito, ruidos radiofónicos, bombardeos televisivos y bytes supuestamente informativos, una partida de cazadores ha tratado de revivir una hazaña semejante? Los tiempos avanzan y la cacería esta vez no recayó sobre un gitano, sino sobre un miembro de la clase que ha desplazado a los gitanos de los puestos ínfimos de la consideración social española. La víctima ha sido Dahvi Griham, un inmigrante argelino de apenas veinte años, quien, tras sobrevivir al paso del Estrecho, emprendió una huida campo a través, con su ilegalidad a cuestas y con la esperanza de encontrar un ser caritativo que lo compadeciera en su caminar hacia los cultivos almerienses. Pero en el vigésimo día de su éxodo se tropezó en los campos de Borox con tres cazadores desalmados que le descerrajaron tres tiros -el primero en la espalda, el segundo en los glúteos y el tercero en las piernas- y lo dejaron abandonado como a un perro.

Si hoy se puede escribir acerca de esta historia se lo debemos a Alá, que es grande también a este lado del Estrecho, y que de la piltrafa que tres cristianos viejos habían dejado para las aves carroñeras, él ha puesto en pie a un hombre herido en su cuerpo y en su dignidad humana. Un testigo de cargo contra la España cainita, gracias también a la Guardia Civil, que se ha movilizado para detener a los canallas. Pero este magrebí herido y silenciado es sobre todo un testigo de cargo contra el estado de postración del periodismo nacional en todas sus manifestaciones escritas, habladas o televisadas. Sólo he podido ver el episodio tratado como un suceso menor en un diario de gran tirada nacional, que es éste. También me consta que haya dado la noticia una radio. Pero no he vuelto a leer una línea ni a escuchar un comentario al respecto. Y no es por despiste, es un ejemplo paradigmático del estado catatónico del periodismo español.

Hay despistes en el trabajo periodístico diario. Recuerdo un episodio muy aleccionador al respecto, del que podría dar cumplida razón el malogrado periodista Juan González Yuste. Un día, hace quince años más o menos, llega a todas las redacciones un despacho de Efe, a media tarde: diez líneas en las que de forma intencionadamente menor y confusa se informa de que un buscador de setas había sido tiroteado y muerto por la Guardia Civil en un pinar de Cuenca, tal vez Guadalajara. Como no podía ser menos, hecho tan desgraciado tenía al terrorismo y la impericia policial como telón de fondo. En ese ambiente, y en el relajo de la hora del almuerzo, todos los medios de comunicación se tragaron la gacetilla; todos menos uno, que dio la noticia con gran amplitud en la primera página del periódico.

Aquella falta de diligencia periodística fue corregida al día siguiente, automáticamente, por todos los medios de comunicación. Por aquel entonces el periodismo, con todas sus diferencias de enfoque e incluso con todas sus rivalidades, aún tenía nervio, pundonor y capacidad de reacción. Pero hoy la mayor parte de los medios de comunicación, para humillación y vergüenza de los profesionales que son los primeros en sufrirlos, van del ronzal y con orejeras. Ya no es que no se escriba, es que no se pregunta. Estamos tan atrapados entre los tiros de ETA, las provocaciones de Arzalluz y el tironeo insufrible del pensamiento único; entre el palo y la dádiva; entre la propaganda de los gabinetes de prensa y el silencio de los que sabiendo las tropelías se las callan por instinto de supervivencia, que sólo lo previsible suplanta a la noticia. Hasta un terremoto como el de la India se las ve y se las desea para saltar a los grandes titulares. Hasta una sentencia de la Audiencia Nacional que afecta a dos millones de funcionarios y supone una amenaza para el objetivo del déficit cero y la anunciada rebaja fiscal del Gobierno, el día que fue conocida tan sólo mereció honores de minuto 24 en el telediario más oficial de España. A donde faltó la consigna no alcanzó el criterio periodístico.

¿Qué importa, pues, el homicidio frustrado de un magrebí sin papeles si no venía en el guión, si el suceso pasó en la cosmopolita provincia de Málaga y no en el irredento País Vasco y además no iba Arzalluz en la partida de cazadores, si por otro lado en Andalucía no hay elecciones a la vista para soltar a los mastines mediáticos sobre la presa?

Hay más datos con que ilustrar este estado de postración del periodismo, que corre parejo al desarme ético del poder que lo somete. Basten dos noticias -escandalosas donde las haya- de las dos últimas semanas.

La primera vaca loca conocida en España fue detectada en Galicia el día 31 de agosto del pasado año y su existencia se le ocultó a la opinión pública durante casi tres meses, tras todo tipo de presiones de distintos representantes de la Xunta sobre los humildes ganaderos. Éstos no se enteraron de lo que realmente pasaba en su granja hasta que, varias semanas después, un hijo con estudios pudo ver el informe que se le había despistado al veterinario y en el que aparecía escrita la fatídica sospecha: Encefalopatía espongiforme bovina. Mientras tanto, España seguía predicando en Bruselas la pureza de la cabaña nacional cuando nadie se lo podía creer. ¿Han leído mucho al respecto sobre este atentado a la salud pública de los españoles? ¿Han visto pedir las cabezas de gobernantes tan desaprensivos para con los consumidores? ¿Han sabido si el fiscal general del Estado ha ordenado alguna investigación por delito doloso contra la salud pública? ¿Tienen noticias al respecto del llamado Defensor del Pueblo? El medio que dio la noticia, al que nadie ha osado desmentir, se quedó prácticamente solo, apenas acompañado por algún otro que se hizo eco sin ir más lejos en el asunto. Algo parecido ya sucedió con el caso del lino -del que por fin ya se reconoce que no era humo electoral- o sigue pasando con el asunto Ertoil-Piqué, de tan accidentada tramitación judicial como sumergido tratamiento mediático.

Más grave todavía. En el pasado mes de enero, cuando ya se había implantado la prohibición total de las harinas animales, un miembro del Gobierno de España, que preside el hombre que llegó al poder bajo la promesa de la regeneración de la política, propuso a los representantes del sector que se deshicieran de las harinas animales colocándolas en el Tercer Mundo, dando incluso pistas concretas: África y Latinoamérica. Un veterinario de larga carrera, con más de 30 años de servicio, osó llamarle la atención sobre la gravedad de su propuesta: 'Señor ministro, que desde el día 4 de este mes está prohibida la comercialización de esas harinas'. Era imposible tapar tal escándalo y llegó a los oídos de la SER. Se comprobó su autenticidad, y el escrupuloso veterinario, a sabiendas del riesgo que corría, no tuvo la cobardía de callarse y antepuso su sentido cívico a sus propios intereses. Una hora después de difundirse su testimonio en antena, el máximo representante de la patronal del sector se había apresurado a escribirle al ministro sirviéndole un confuso desmentido y 'el cese fulminante de don Manuel Mármol como asesor de la confederación'.

Don Manuel Mármol necesitaba ese trabajo para sustentar a unos hijos todavía estudiantes. Tal vez nadie se lo agradezca, pero ha podido contribuir de manera decisiva a impedir que el Gobierno español esparza el mal inglés entre pueblos hermanos. A nadie nos sorprende, tal y como van las cosas, que le hayan cortado la cabeza. Tampoco es para rasgarse las vestiduras porque la prensa no haya hecho lo propio. Lo vergonzoso es que un ministro capaz de formular una propuesta tan inmoral siga siendo miembro del Gabinete de Aznar y sólo se explica porque quien lo sostiene sabe que la miseria ética de la política española todavía no ha debido de tocar fondo y lo peor puede estar por llegar.

Aunque tal vez quepa otra explicación. Después de todo, Miguel Arias Cañete, más allá de este delito frustrado de lesa humanidad y alguna que otra barbaridad, es el único miembro del Gobierno que ha cogido la vaca por los cuernos, el único que se lo curró mientras que todo el Gabinete, con la ministra de Sanidad y el presidente a la cabeza, se regalaba unas soberbias vacaciones en plena crisis de las vacas locas. Mientras Aznar se daba al esquí de fondo y al levantamiento de pesas -como si la suerte de España estuviera en la caza de renos con arco o en arrebatarle a turcos y rumanos el cetro de la halterofilia en la Olimpiada que Manzano quiere para Madrid-, Arias Cañete se papeaba en solitario las vacas en canal. Pedirle que además se comiera el pienso priónico sería demasiado. Además, detrás de un ministro tan dispuesto a salir a pecho descubierto y de una ministra cadáver bien se vive, cuando todos los que están en la carrera saben que el prión mata políticamente. Sobre todo si la prensa lo consiente.

Para romper con este estado de cosas se hace inevitable invertir la regla dominante del llamado periodismo de investigación, que sólo ha servido para tender escaleras para los que trepan al poder y no para acostumbrar a los gobernantes a bajarse del machito para darle a la gente las explicaciones que le deben. ¿Hubo alguna vez un hombre bueno? Ciertamente, pero ya no está en el reino de la política. Siendo ministro de Trabajo, en el primer Gobierno del PP, Manuel Pimentel investigó las supuestas irregularidades de un colaborador de su confianza, comprobó que era cierto lo que un medio denunciaba y, tras destituirle, dimitió sin pedir permiso por si no se lo daban, asumiendo su responsabilidad política hasta las últimas consecuencias. En el último Consejo de Ministros al que asistió le trataron como a un apestado. Y en el BOE le pagaron con un decreto de destitución, siendo así que había dimitido, y al destituido por él lo presentaron como 'cese a petición propia' y le agradecieron los servicios prestados. Cuando la manipulación informativa y la tergiversación de la historia llega hasta el BOE, apaga la televisión y vámonos.

Así es como entre la pesadilla insoportable del terrorismo, la enajenación mental transitoria o irreversible que suele acompañar a las fiebres de las mayorías absolutas, la muerte del Parlamento como centro del debate político, las amenazas a los últimos reductos de contrapesos institucionales -atentos, jueces- y la parálisis progresiva que atenaza a los medios, la calidad de la democracia española se va precipitando en un silencio letal. De un tiempo a esta parte no ha nacido más limitación al poder del que manda que el de algunos validos domésticos, que, a la usanza del de Uceda u Olivares, tienen vara más alta que los propios ministros y dejan pequeña la capacidad de favor e intriga de Sor Patrocinio. Así anda de perdido el Gabinete ante la crisis, mientras los consortes y otros demonios familiares cocinan la política. Pero esto podría merecer pieza separada.

Daniel Gavela es periodista y director de la SER.

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