Igualdades y desigualdades en salud
La salud es peor entre quienes tienen menor cultura sanitaria o dificultades de comprensión
Una preocupación básica de cualquier político con responsabilidades sanitarias debería ser conseguir que los ciudadanos ejerzan su derecho a la salud en condiciones lo más equitativas posibles. Garantizar un acceso al sistema sanitario y unas expectativas de diagnóstico y tratamiento que no vengan marcadas de antemano por diferencias geográficas, económicas, culturales o raciales parece un objetivo difícilmente discutible para una sociedad democrática.
En principio cabría pensar que, en un sistema público de cobertura universal como el español, el hecho de poner a disposición de la población una nueva prestación sanitaria debería llevar consigo a medio-largo plazo la igualdad de acceso para toda la población. Con frecuencia se constata, sin embargo, que las cosas no son tan simples, y que la sociedad o los sistemas sanitarios presentan una serie de resistencias o van creando ciertas perversiones que condicionan negativamente la pretendida igualdad de acceso y en ocasiones la calidad del tratamiento recibido.
La relación de ejemplos es extensa y cubre aspectos muy variados. Los tratamientos sustitutivos de las funciones de distintos órganos (trasplantes, diálisis) suelen ser buenos ejemplos de diferencias detectables y que se pueden medir. Ello no es en modo alguno atribuible a una maldad intrínseca de los responsables de su aplicación, ya sean médicos o políticos, sino al hecho de que, por ser tratamientos de carácter vital y de coste elevado, suelen estar mejor contabilizados que otros procedimientos terapéuticos.
Como sucede siempre en medicina, la única forma racional de resolver un problema es conocerlo y establecer un diagnóstico. En España, la creación de la Organización Nacional de Trasplantes en 1989 permitió, entre otras cosas, la rápida obtención de unos datos preocupantes. No sólo es que existieran entonces unas diferencias muy notables entre comunidades autónomas en cuanto al acceso de sus pacientes al trasplante cardiaco, hepático y renal, sino que el análisis estadístico detectó una correlación significativa entre índices de donación y trasplante renal en las distintas zonas en que estaba dividido el país a estos efectos y el grado de riqueza de las mismas, medido por la renta per cápita. Muy probablemente este fenómeno era debido en gran manera a las diferencias en infraestructura sanitaria, aunque de hecho se fue corrigiendo de forma paulatina al emprenderse acciones organizativas específicas.
La experiencia demostró igualmente que, aunque en teoría los centros de trasplante acogían sin dificultades enfermos de toda España, en la práctica había una relación directa entre las posibilidades de acceso a estos tratamientos y la cercanía del domicilio a un hospital con equipo trasplantador. Aquellas comunidades sin programas de trasplante hepático o cardiaco hacían unas indicaciones muy restrictivas frente a las que contaban con dichos equipos. Ello llegó a dar diferencias mantenidas entre comunidades de hasta 5:1 en cuanto al índice de enfermos incluidos en lista de espera o trasplantados, desde luego inaceptables y afortunadamente hoy bastante reducidas.
En un sistema como el norteamericano, donde todo es susceptible de ser medido, se sabe que los afroamericanos tienen menos probabilidades que los blancos de recibir un trasplante renal o de serles practicadas operaciones de bypass coronario, cirugía vascular, prótesis de cadera o cataratas.
Más recientemente se ha constatado que, aun sufragado el tratamiento con fondos estatales, los enfermos con insuficiencia renal que se dializan en unidades con ánimo de lucro presentan una mayor mortalidad que los tratados en centros públicos y además tienen menos probabilidades de ser incluidos en lista de espera de trasplante renal.
La lista de desigualdades constatadas sería interminable. En España, muy recientemente, el informe SESPAS ponía de manifiesto una mayor mortalidad en las regiones del sur, con menor renta, que en las del norte, o una prevalencia de la diabetes ajustada por edad 2,5 veces superior en las mujeres de clase social desfavorecida en comparación con las mejor situadas. El Comité de las Regiones de la Unión Europea recomendaba en su programa de salud pública para el periodo 2001-2006 que los países miembros den prioridad a la eliminación de las desigualdades sanitarias.
Los motivos de estas desigualdades son igualmente muy variados. Aunque algunos son claramente dependientes de la infraestructura sanitaria y se acaban concretando, por tanto, en el ámbito presupuestario, hay otros factores intuidos, pero todavía no bien definidos, a los que cada vez se les presta una mayor atención. Por ejemplo, al grado de información sobre las posibilidades que ofrece la medicina y el grado de comprensión de las indicaciones de los médicos. Estudios realizados en Canadá y Estados Unidos revelan que las barreras culturales, idiomáticas e intelectuales, muchas veces asociadas con la edad o con la pertenencia a colectivos minoritarios, van a definir unos grupos de enfermos con peor acceso al sistema sanitario y con peores resultados cuando llegan al mismo.
La experiencia se repite en pacientes crónicos de todo tipo con necesidad de tratamientos complejos y prolongados como los diabéticos, enfermos con artritis reumatoide o portadores de VIH, pero también se refleja en las cifras de mortalidad infantil cuando son los padres los que presentan el problema.
El profesor Mark Williams, de la Universidad de Emory en Atlanta, ha estudiado ampliamente este fenómeno, demostrando un estado de salud claramente peor entre los colectivos con menor cultura sanitaria o aquellos con dificultades de comprensión, entre los que destaca el grupo hispano en relación con los anglohablantes. Como se ve, grado de salud, economía, cultura y hasta el conocimiento del idioma dominante en cada lugar van más de la mano de lo que a veces pueda creerse.
Una vez que nuestro sistema sanitario ha ido alcanzando unos logros técnicos cada vez más importantes, es preciso ir avanzando en la detección y corrección de este tipo de desigualdades. Colectivos como los inmigrantes, las personas mayores o cualquier grupo con problemas de comprensión de una u otra índole deben ser objeto de un esfuerzo especial. A su vez, en la era de la comunicación, son necesarias soluciones cada vez más imaginativas para llegar a todas estas personas.
Rafael Matesanz es jefe de la sección de Nefrología del hospital Ramón y Cajal y premio Rey Jaime I de Medicina Clínica.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.