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Columna
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Se acabó el respeto

Decenas, cientos de veces hemos escuchado que el Gobierno -socialista o popular, tanto da- aun si podía discrepar de un auto o de una sentencia judicial y presentar recurso, acataba y respetaba al tribunal. Por supuesto, cuando el recurso no prosperaba y la sentencia se hacía firme y no quedaba más remedio que cumplirla, los afectados ponían el grito en el cielo prodigando los dos tópicos más habituales en el lenguaje del español airado: del qué se habrán creído éstos al ahora se van a enterar hemos tenido ocasión de escuchar de todo en las tormentosas relaciones entre el poder Ejecutivo y el poder Judicial.

Como a los Gobiernos nunca faltan solícitos compañeros de viaje, al levantamiento de la veda de jueces y magistrados suele seguir la catarata de insultos prodigada por los valientes periodistas situados en la posición privilegiada de quien disfruta de absoluta impunidad. Tres semanas llevamos que de los jueces puede decirse de todo en la seguridad de que nunca pasará nada: los insultados, por razón de oficio y por falta de medios, no pueden responder y a los insultantes nadie les roza el pelo. Nada hay tan miserable como el ejercicio de este territorio verbal que injuria a sabiendas de que el injuriado debe mantener la boca cerrada.

Llueve, claro está, sobre mojado. Las amenazas del Gobierno -de su presidente y del ministro de Justicia en primerísimo lugar- y los insultos sin tasa de la prensa adicta caen sobre el terreno abonado de la pobre estima que los españoles sienten por la justicia, por su funcionamiento y por sus titulares. Una justicia que no funciona o llega tarde y que algunos de sus titulares parecen empeñados en desacreditar con instrucciones prevaricadoras, con sentencias peor que pintorescas o con una presencia en la esfera pública de la que no se sabe qué admirar más, si la desfachatez o la megalomanía.

Se ha extendido tanto el descrédito, se ha trabajado tan concienzudamente en esta dirección, que con la última sentencia de la Audiencia Nacional ya ni siquiera se han guardado las formas: nada de respeto, sino manotazos en la mesa y amenazas al aire. Tal vez la sentencia sea un despropósito aun si no carece de lógica. Desde luego, la tiene entera cuando afirma que los compromisos de un Gobierno vinculan al siguiente y cuando asegura que el Gobierno no cumplió la ley al negarse a negociar, aunque tratándose de un fallo de tan fenomenal alcance, debió hilar más fino cuando deduce para el legislativo la obligación de aceptar compromisos presupuestarios contraídos por el Ejecutivo. En todo caso, la desaforada reacción del Gobierno y de sus corifeos obliga a echar sobre el asunto una segunda mirada.

Desde el punto de vista jurídico -único pertinente en una sentencia-, el argumento del voto particular parece inapelable: las Cortes Generales no están vinculadas a aceptar el pacto de terceros. ¿Tampoco desde el punto de vista de la práctica política? Realmente, en este sistema nuestro de cada día ¿pueden considerar las Cortes al Gobierno como un tercero? No lo fueron con los Gobiernos del PSOE y no lo son ahora con los del PP. Políticamente, el Congreso funciona como mano alargada del Gobierno. Por eso, el Ejecutivo puede concertar con los sindicatos en la mesa de negociación y, si le place, hacer que el legislativo apruebe otra cosa: cuando Guerra evocaba a Montesquieu muerto y enterrado no hablaba como profeta, lo hacía como notario.

¿Entonces? Pues entonces lo que presenciamos no es la sacrosanta defensa de un poder legislativo autónomo, sino un asalto más en el combate del poder ejecutivo para dominar la vida social. En la práctica, los Parlamentos no son ya un poder distinto de los Gobiernos; en su mayor parte, los medios de comunicación no son tampoco un cuarto poder sino, especialmente en lo que a televisiones se refiere, una emanación del Ejecutivo. ¿Y los jueces? Ah, los jueces..., con un empujoncito más ¿quedará todavía alguien que no haya perdido el respeto a los jueces?

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