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Columna
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UE y 'vacas locas'

La encefalopatía espongiforme bovina va a influir en la Unión Europea de manera decisiva. Por lo pronto, ha quedado patente la política de desinformación que practica Bruselas, más preocupada por las consecuencias económicas que por la salud de los consumidores. Actitud que refleja la de los Estados miembros que han llevado la ocultación al extremo. Hay una responsabilidad global de la clase política europea que, claro está, no es fácilmente exigible. Algunos ministros de Sanidad y de Agricultura han caído ya en países más propensos a la dimisión que el nuestro, y seguirá la racha. Los más responsables, los lobbies agrarios, continuarán luchando por salvar al menos los muebles.

La tan absurda como insostenible política agraria común (PAC) europea es sin duda la causa última de la crisis. Una epidemia de alcance desconocido ha mostrado la PAC, desnuda sin la menor justificación. No sabemos si la catástrofe ocurrirá dentro de 10 o más años, cuando, tras largo periodo de incubación, la enfermedad se haya extendido entre los humanos, o si todo quedará en un buen susto. Sí sabemos, en cambio, que la enfermedad se transmite por la alimentación -elementos cárnicos en los piensos-, crimen ecológico que sólo se explica en un determinado contexto económico.

La agricultura europea sobrevive únicamente con subvenciones. Las reformas de 1992 han cambiado los métodos, pero el monto de las ayudas sigue siendo excesivo. Si sumamos las que vienen de Bruselas, Berlín y los länder alcanzan en Alemania 14.000 millones de marcos, cantidad ingente para una población de medio millón de agricultores. No hay otro sector social o productivo tan fuertemente subvencionado.

El mal de las vacas locas es consecuencia de una llamada 'industrialización' de la agricultura, que recurre a grandes unidades productivas empleando todos los medios para hacerla un poco más competitiva. Para bajar los costos se ha llegado a la aberración de los piensos cárnicos. Es una señal que debiera advertir a los liberales dogmáticos lo peligroso que es dejar el mercado, sobre todo al alimentario, sin estrictos controles estatales. En el sector agroindustrial un mercado libre afectaría gravemente a la salud de los consumidores. No nos faltan, sin embargo, normas en Europa -los piensos en cuestión estaban prohibidos- pero los Estados han mirado para otro lado, empeñados ante todo en no crear una crisis que pusiera en cuestión la política agraria que defienden lobbies con una enorme capacidad de presión. Al fin y al cabo, se decía, poco se sabe de la epidemia, si es que realmente se trata de una. El verdadero escándalo ha sido que los Estados nos hayan ocultado los riesgos.

A pesar de que está comprobado que no existe contagio por proximidad, como es el caso de la peste porcina, y estamos a punto de disponer de técnicas de análisis, si no las tenemos ya, para detectar la enfermedad en vivo, Bruselas ha decidido sacrificar dos millones de vacas. El pretexto, la seguridad de los consumidores; el motivo, acoplar la producción de carne a la demanda que ha descendido enormemente. Dentro de la PAC, a los organismos comunitarios y estatales no les queda otro remedio que hacerse cargo de los excedentes. Como no los pueden guardar en los congeladores, ya que no podrían sacarse al mercado interior, ni hay mercado exterior para una carne que tal vez pueda estar infectada, la única solución para mantener los precios es la incineración de la sobrante a cargo del erario. Hemos llegado a tal absurdo en la política agraria que hasta el canciller Schröder se ha convertido de la noche a la mañana en defensor de una agricultura ecológica que respete a la naturaleza. Lo malo de una solución tan racional es que aumentaría sensiblemente los precios, muy por encima del nivel aceptable para el consumidor. La contradicción insuperable de la agricultura europea consiste en producir alimentos que no perjudiquen la salud, pero a precios que estemos dispuestos a pagar.

El panorama futuro en Europa es un pequeño sector ecológico con productos selectos muy caros, mientras que la mayor parte de la población se alimentará con los importados de otras partes del mundo que tienen una agricultura natural competitiva: es otro aspecto de la globalización que nos empeñamos en negar. ¿Qué hacemos entonces con la ya escasísima población agraria? El dilema es tratar de ser competitivos con emigrantes mal pagados y con una industrialización que puede resultar mortífera, o bien dedicar las subvenciones a cuidar el paisaje, a proteger el medio ambiente, a mantener las aguas limpias y un largo etcétera. Hay trabajo suficiente para emplear los dineros públicos de forma más racional, manteniendo el nivel de vida de la población rural. Lo que ha llegado a su fin es una industria agraria al por mayor, altamente subvencionada.

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