Memoria de Demófilo
En el teatro Aaremberg de Amberes, en el corazón de Flandes, una joven cantaora se arranca por soleás al compás que le marca la guitarra y, en la segunda, desgrana estos versos: 'Mientras mi caballo bebe / se oye un bello cantar. / Las águilas que pasaban / se paraban a escuchar'.
No se da cuenta de que canta una copla con seis o siete siglos, una estrofa del Romance del Conde Olinos, porque ella no está a orillas del Escalda para hacer folclore sino para recrear, por milésima vez, algo que, al mezclarse surreal y polisémicamente en la letra, la melodía y el ritmo, es renovado cada noche y por cada intérprete hasta producir actuaciones sin principio ni final preestablecido.
Así sucede desde que, hace más de 100 años, Antonio Machado Núñez, Demófilo, comenzara a poner en valor el cante flamenco espigando un rompecabezas de piezas poéticas sueltas, llegadas por caminos que el azar abría en la memoria.
Hasta entonces el canto de historias, consejos y refranes apreciados por el público y los doctos hacía estribar su virtualidad en la narración o el argumento. Allí una gitana no podía olvidarse de la letra de un corrido so pena de que no la volvieran a llamar. La fama profesional la daba el repertorio.
Así había pasado desde la gitanilla de Cervantes, rica de villancicos, seguidillas, romances y zarabandas, y seguía pasando mientras Estébanez Calderón escuchaba al Planeta. De modo que, cuando las modas arrumbaron buena parte de ese acervo, fueron pocos los que apreciaron los versos cortos e inconexos que lograban nacer o resistir.
Demófilo que, como todos los folk-loristas, militaba en el historicismo, no buscaba objetos enteros sino fragmentos; se interesaba por los restos de coplas como los arqueólogos por los pedazos de fuste o el capitel roto de una columna corintia.
A los historicistas les gustaban los cortejos angélicos y cohortes romanas de la Semana Santa, incluso el ceremonial complicado de los toros, pero con la poesía las cosas eran muy distintas.
La poesía había de tener, así la recitara Agamenón o su porquero, su principio, su nudo y su salida, su género épico o lírico. Quizás por eso Los cantes flamencos, el libro donde Demófilo recogió esa arqueología literaria, se vendiera con mucha más pena que gloria. A su muerte, el 4 de febrero de 1893, sólo quedó memoria del autor en el certificado de su enterramiento y en los breves recuerdos periodísticos de tres o cuatro amigos.
Pero alrededor de la sepultura de 2ª clase, nº 32, grupo 41 izquierda, 4ª cuartelada del cementerio sevillano de San Fernando nacerían las flores modernistas, surrealistas y ultraístas de Villalón, Lorca, Cansinos, Alberti, Manuel Machado y Juan Ramón, capaces de ver arte en molduras, pasamanos, máquinas de escribir Underwood, bocas del metro, haikús y soleás.
Todavía florecen. Cuando el público abandona el teatro de Amberes, nadie repara en el esplendor renacentista de la casa de Rubens.
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